Cataluña continúa “rica i plena”. El 2018 creció un 2,3% y tiene el PIB más elevado del Estado, pues representa, todavía, el 19,14% del conjunto español. Y lo es a pesar del conflicto soberanista, que para algunos comentaristas es el preludio del apocalipsis, y de las maniobras reales —y muy reales— dirigidas a hundir la economía catalana. Es inaudito que durante los meses que ha durado el primer gobierno de Pedro Sánchez, que acabó con la aprobación exprés de un sinfín de decretos sociales, los socialistas no se plantearan derogar el real decreto ley aprobado por el PP el 6 de octubre de 2017 para favorecer el traslado de algunas sedes empresariales y bancarias fuera de Cataluña. El Banco de Sabadell y CaixaBank se acogieron a ese decreto ley después de que varias empresas de titularidad pública retiraran grandes cantidades de dinero de sus cuentas (entre Renfe, Adif, Puertos del Estado, RTVE y otras empresas menores retiraron en un solo día 2.000 millones de euros del Sabadell). El dinero es miedoso, como sabe todo el mundo, y los bancos catalanes lo son especialmente. El Banco de Sabadell y CaixaBank siguen teniendo la sede en Alicante y Valencia, respectivamente, pero eso no ha trastornado la economía catalana. El efecto Montreal, que es lo que perseguía la coalición del 155 al favorecer la retirada de depósitos y la fuga de empresas, no se produjo. Un año después ya se constato el fracaso. Los datos actuales demuestran que la maniobra fue inútil, a pesar de los daños que ha provocado en el crecimiento de la economía catalana. El único efecto es que el PIB de Madrid de 2018 creció 1,4 puntos más que en Cataluña. Pero las autoridades estatales llevan años intentando que Madrid sustituya a Cataluña como locomotora económica.

El proceso soberanista es hoy el gran conflicto español. De hecho, más que una crisis interna catalana, que es el argumento del unionismo, las ganas de votar de los ciudadanos de Cataluña ha desnudado al régimen del 78, incluyendo a esa parte de los viejos comunistas que se sienten herederos de aquel PCE que glorificó a Adolfo Suárez. La cara más feroz del españolismo se ha lanzado a la caza de los líderes independentistas. Vox es la punta de un iceberg, el deep State, que integran altos funcionarios de todos los colores políticos. Las sesiones del juicio farsa son el escenario donde todo el mundo queda retratado —fiscales, jueces, defensores, testigos y también los presos—, del mismo modo que las decisiones de la Junta Electoral Central (JEC) van aproximando España al modelo “democrático” húngaro o turco. La democracia no puede fundamentarse en la arbitrariedad. Y el ejemplo más grotesco de esa arbitrariedad es que la misma gente —los honorables togados y catedráticos de la JEC— que no dice ni pío cuando la HC Clara Ponsatí se presenta a las elecciones municipales del 26-M junto a Jordi Graupera, le impide presentarse a las elecciones europeas con el presidente Carles Puigdemont y el HC Toni Comin. Los detalles delatan. Lo más escandaloso es que la prensa supuestamente libre no alce su voz ante tamaño atropello. Al contrario, incluso lo aplauden. Para el establishment periodístico deshacerse de Puigdemont, representante de la desmesura, según la caricatura de esos conservadores del statu quo, es lo prioritario. Este es el objetivo. Reducir a Puigdemont a la anécdota con la intención de volver a las plácidas aguas del independentismo sin dientes de los años 80 y 90, cuando solo representaba el 15% del electoral catalán y se alimentaba con sopas de ajo. Los supuestos moderados, los pragmáticos posconvergentes —en cualquiera de sus versiones— que también anhelan acabar con Puigdemont, defienden la tesis, algo paradójica, de que la hegemonía de ERC les ayudará a reconstruir el espacio político que consideran de su propiedad.

No dudo, porque es evidente, de que ERC desea acabar con Puigdemont. Él es el escollo, a pesar de los muchos errores, estratégicos y tácticos, que ha cometido en los últimos meses, para que ERC vea cumplido el sueño de dominar la política catalana del modo como lo hizo el pujolismo durante algo más de dos décadas. El triunfo de los republicanos el 28-A es un severo aviso que los responsables de la dispersión —y las exclusiones— en el campo puigdemontista tendrían que atender. Los malos resultados de JxCAT lo avalan. En un año y medio, los jóvenes “jerarcas” del entorno Puigdemont han diluido la frescura y la ilusión de los independientes que ayudaron a construir una lista unitaria el 21-D. No sé si tendrán tiempo para rectificar, porque la arrogancia, a pesar de las limitaciones políticas e intelectuales de muchos de ellos, se lo impide. No es un problema solo de que JxCAT haya improvisado una campaña en las peores condiciones, como apuntó sensatamente Martí Anglada en un artículo reciente, o que no tenga dirección. Es una cuestión de mentalidad. La Crida quería poner remedio al follón de los últimos tiempos, armonizar la polifonía de voces independentistas, pero de golpe se dio marcha atrás y en vez de abandonar definitivamente el lastre convergente, alguien decidió apuntalarlo y sacarlo a pasear en detrimento de otras sensibilidades. La derrota de JxCAT estaba servida después de tomar esa decisión.

Ahora, además, la JEC pone fácil la victoria de ERC en las elecciones europeas al impedir que Puigdemont sea candidato. Quizás acaben saliéndose con la suya y el presidente quedará aislado en Waterloo, pero eso no va alterar que la realidad catalana sea como es. La fuerza del independentismo no depende de un líder carismático. El pasado domingo el independentismo reunió 1.626.001 votos frente al 1.784.129 votos que suman los partidos de la coalición del 155 (más Vox), y por primera vez un partido independentista se situó en primer lugar en unas elecciones estatales. Entre unos y otros debemos situar los 614.738 votos de los comunes, que representan muchas tendencias, pero que en general reclaman el derecho a decidir de Cataluña. La abstención de los sectores más radicales de la CUP o de los promotores de las primarias ha impedido que la victoria independentista fuera más evidente. Pero esa gente existe y convierte en irrelevante la escasa ventaja unionista. Hoy, el voto independentista ha pasado del 32% a casi el 40% en unas elecciones españolas. ¿Se imaginan ustedes qué pasaría si en unas elecciones propiamente catalanas alcanzara el 50%? Está claro que el voto independentista crece y crece.

La independencia de Cataluña será inevitable, si los independentistas lo desean. Constatado que el proceso soberanista no está hundiendo económicamente el país y que no está naufragando, lo importante es que se proteja de los ataques y no de otras oportunidades al unionismo para hacerle daño. En las democracias de verdad quien obtiene la mayoría gana. El independentismo está fuerte y está todavía en el umbral de los más de dos millones y medio de catalanes que fueron a votar el 1-0. Su éxito dependerá de que sepan pactar una estrategia conjunta. La causa de Cataluña reclama la existencia de una Autoridad Nacional Catalana (una nueva ANC) que tome decisiones superando las miserias partidistas. Un Frente Amplio, parecido al que los opositores uruguayos constituyeron en 1971, antes de que derivara en una coalición puramente izquierdista, teniendo como líder al viejo “Colorado” Líber Seregni . Los palestinos de la Autoridad Nacional Palestina podrían dictar un curso a los independentistas catalanes para advertirles de los peligros de las luchas fratricidas. Por lo tanto, con un cuadro como ese solo cabe conjurarse contra el principio pesimista que plantea que a veces se avanza “de victoria en victoria hasta la derrota final”.