“Vivimos tiempos peligrosos en nuestro país”, avisa James Comey, el exdirector del FBI despedido por Donald Trump, alarmado por “un ambiente político donde se contesta hechos básicos, se cuestiona la verdad, la mentira se normaliza y las conductas contrarias a la ética se ignoran, se perdonan o se premian”. En A higher loyalty (“Una lealtad mayor”), un libro de memorias que promete ser la bomba, Comey ofrece un retrato descarnado de la Administración Trump y de su presidente. Comey, que es miembro, sin embargo, del Partido Republicano, habla de los EE.UU., pero podría estar hablando de España, dado que la normalización de la mentira y de las conductas contrarias a la ética están a la orden del día del Gobierno y de la prensa. La diferencia entre los EE.UU. y España es, en todo caso, que España no tiene ningún James Comey. Al contrario, el populismo ha penetrado tanto que consigue alinear con las tesis de Rajoy a Antonio Banderas, Javier Cercas y Federico Jiménez Losantos. Da pavor constatarlo. En España, el espíritu crítico es casi inexistente.

Jan-Werner Müller describe qué es el populismo en un breve y suculento libro que publicó en inglés en 2016. En la portada de la edición en castellano, Grano de Sal, una editorial mexicana, decidió poner un retrato —coloreado de rojo intenso, el color del demonio— de un Donald Trump enfadado, con cara de pocos amigos, enseñando los dientes como un coyote. Comprendo esta obsesión para hacer de Trump el icono del populismo y la política despojada de toda ética, pero sería un error que el árbol no nos dejase ver el bosque. Donald Trump se convirtió en el presidente de los EE.UU. hace nada, mientras que en Europa el ascenso de la derecha populista es muy anterior y ahora se ha propagado por todas partes. Empezó en Austria y en Holanda con dos fuertes liderazgos, Jörg Haider y Pim Fortuyn, muertos trágicamente en 2005 y en 2002, respectivamente. Después de los precursores, emergieron nuevos líderes, como Marine Le Pen, Geert Wilders, Umberto Bossi, Viktor Orbán, Nigel Farage, Beppe Grillo o Albert Rivera y la pandilla de dirigentes de partidos xenófobos que han conseguido hacerse un hueco en los gobiernos de Finlandia (Los Finlandeses), Grecia (Griegos Independientes), Polonia (Derecho y Justicia), Eslovaquia (Dirección-Socialdemocracia) o Italia (Movimiento 5 Estrellas). Incluso en la pulcra Suecia y en Alemania ha irrumpido el populismo con el ascenso de partidos como por ejemplo Demócratas de Suecia y Alternativa por Alemania.

Las ideas que rigen ese populismo europeo, que a veces se disfraza con la toga de los liberales o incluso de la socialdemocracia, van desde el extremismo xenófobo (contra el inmigrante o las identidades minoritarias) y el nacionalismo estatista hasta el euroescepticismo más refinado. El Partido Popular Europeo acoge entre sus filas desde líderes antiliberales como el húngaro ya mencionado Víktor Orbán y el turco Recep Tayyip Erdogan, a las nuevas estrellas conservadoras que gobiernan en coalición con la extrema derecha neonazi —como el nuevo canciller austríaco, Sebastian Kurz—, pasando por Forza Italia, de Berlusconi y el presidente de la Eurocámara, Antonio Tajani, que ahora persiguen como locos pactar un gobierno de coalición con Luigi Di Maio (M5E) y Matteo Salvini (Lega), dos polluelos del populismo italiano. Y, claro está, el PP de Mariano Rajoy, el partido de los falsificadores, tanto de títulos universitarios como de pruebas contra el soberanismo catalán, también forma parte de la familia conservadora. El virus populista ha penetrado con fuerza en la política de los últimos años y está diluyendo las fronteras entre lo ético y lo que no lo es. Entre la verdad y la mentira. Entre la decencia y la indecencia. Les pongo un ejemplo alucinante.

El proceso soberanista catalán ha puesto de manifiesto que el régimen del 78 es una democracia imperfecta, alérgica al pluralismo, franquista sin Franco

La Fundación Nacional Francisco Franco ha promovido un Manifiesto para denunciar que “en España viene perpetrándose un inadmisible y flagrante historicidio desde la aprobación de la mal llamada ley de Memoria Histórica de diciembre de 2007”. No seré yo quien defienda esa ley, mal planteada desde el inicio y, además, bastante inútil, pero lo que me sorprendió de verdad cuando lo leí fue la osadía de algunos de los signatarios. Porque una cosa es encontrar en la relación de adhesiones los nombres de historiadores de derecha como Octavio Ruiz Manjón, Stanley Payne, Luis Suárez Fernández, Agustín González Enciso, Guillermo Gortázar o Pío Moa, y otra muy distinta ver la firma de los socialistas Joaquín Leguina, Paco Vázquez y Teo Uriarte y de intelectuales, antes de izquierdas, como Félix Ovejero, Andrés Trapiello, Fernando Sánchez Dragó, Herman Tertsch o Fernando Savater, además de profesionales supuestamente demócratas como Ignacio Buqueras, Elvira Roca Barea o Miguel Duran. Todos mezclados con nombres franquistas de pies a cabeza (Muñoz Grandes, Benjumea, Colón de Carvajal, Pérez Alamán, Martínez Bordiu, Milans del Bosch, Fernández de Mora, etc.). Está claro que de casta le viene al galgo. Muchos de los que firman ese manifiesto nacieron en el seno de familias franquistas, aunque ellos se hubieran paseado por partidos de izquierda y de extrema izquierda en su juventud, o son, directamente, antiguos jerarcas de la dictadura. La deriva populista de la España de hoy ha facilitado que afloren de las cloacas los residuos de una forma de actuar que solo había moderado su comportamiento para sobrevivir. Al fin y al cabo, la transición fue una transacción mediante la cual los franquistas cedieron y compartieron el gobierno con los demócratas mientras que ellos se reservaron conservar los resortes del poder del Estado bajo el manto protector de la monarquía. Y así nos vas. La España del PP cada día se asemeja más a Turquía.

En su libro sobre el populismo, Müller explica que uno de los aspectos que lo define es que a menudo apela a una supuesta “mayoría silenciosa” que no se puede expresar públicamente porque es ignorada por las élites. En Catalunya, ese rintintín populista es moneda corriente. Lo usan Inés Arrimada, Xavier García Albiol y Miquel Iceta. Ellos tres son los que propagan una idea sesgada de lo que es y no es legal. Son ellos los que celebran el encarcelamiento de los políticos soberanistas, señalándoles como las élites que oprimen al pueblo que solo ellos representan. El populismo es eso: una política sin ética incluso cuando se escandaliza de que Catalunya pueda estar dividida. Si los populistas creyeran de verdad en la democracia, que sirve para regular las discrepancias pacíficamente —con referéndums, por ejemplo—, estarían más preocupados por preservar la libertad —por la degradación de la libertad, quiero decir— que no por cantar a coro “yo soy español, español, español...” en las manifestaciones convocadas por Sociedad Civil Catalana. Si en Italia se dice que Berlusconi, Di Maio y Salvini son el nuevo trío de la derecha populista que juega a cartas como los tres jugadores del cuadro I bari (1595) de Caravaggio, en España y en Catalunya también tenemos el mismo tridente. Son los líderes del PP, Cs y PSOE. El nuevo populismo español tiene raíces franquistas, a pesar de las supuestas diferencias ideológicas. El proceso soberanista catalán ha puesto de manifiesto que el régimen del 78 es una democracia imperfecta, alérgica al pluralismo, franquista sin Franco. Los vascos ya lo sabían, pero la violencia de ETA impidió que los demócratas con convicción lo denunciaran.