Ayer, en la plaza de Colón de Madrid, los manifestantes de derechas y de extrema derecha no fueron multitud, a pesar de que se les habían sumado los socialistas —felipistas, guerristas y, en general, todos los contrarios a Sánchez—. Debemos alegrarnos de que fuera así, pero es mejor no fiarse demasiado. El anticatalanismo —con ribetes xenófobos contra los catalanes sin excepción, sean o no soberanistas— es como cola de impacto que pega al momento. El pegamento es el nacionalismo españolista, monolítico, castellanizador, intransigente y centralista. La foto de familia de la cabecera de la manifestación debería preocupar a los demócratas. Una generación de líderes españoles, nacidos en su mayoría después de la muerte del dictador, se manifiesta contra la política de Pedro Sánchez en relación con Catalunya como si no hubieran pasado los años. La vida pasa, pero parece ser que hay pasados que no pasan. La manifestación se celebró en la plaza de Colón, pero el escenario habría podido ser la plaza de Oriente, donde se convocaban las manifestaciones “patrióticas” franquistas. No se ha avanzado nada. Al contrario. El neofranquismo va tomando cuerpo.

En la plaza de Colón, el sustrato xenófobo y antidemocrático de los manifestantes era incontestable. La persecución de personas por sus ideas políticas también lo es. Y de eso iba la convocatoria. En España se persigue por motivos políticos como también ocurre en otros lugares del mundo, incluso en Estados presuntamente democráticos. Tanto en Francia como en Reino Unido o en España se conculcaron los derechos humanos, se clausuraron periódicos y se ilegalizaron partidos con la excusa de combatir el terrorismo argelino, norirlandés o vasco. El gobierno turco recurre a la misma excusa para perseguir a los independentistas kurdos, aunque sean de la facción pacifista. “Todo es ETA”, como dice el líder extremista del PP, Pablo Casado. Los padres de la Constitución española sabían perfectamente cómo actuaba la policía española bajo el mandato de Felipe González y miraron hacia otro lado. Eso sí fue delictivo. Es más, recurrieron a toda su artillería para que los condenados por el caso GAL fueran liberados enseguida. Los “demócratas” españoles actuaron ante el terrorismo de Estado como los jueces reaccionarios actúan cuando tienen que dictar sentencia por un caso de violación en grupo. “A veces, el sistema es La Mandada”, denunciaba la diputada Aurora Madaula desde el atril del Parlamento catalán el día que otra diputada, Jenn Díaz, hacía públicos los abusos que había sufrido años atrás, ante la indiferencia de la mayoría de los diputados —y diputadas, ¿eh?— de Cs. El odio político hacia el otro —contra el independentista, en este caso— prevalece por encima de la mínima solidaridad humana.

La obligación de todos los demócratas es desenmascarar al nacionalismo españolista que ayer se manifestaba contra los catalanes independentistas y mañana se manifestará contra los inmigrantes 

En la plaza de Colón el españolismo de derechas y de extrema derecha se tragó a los nacionalistas del PSOE. La suerte que tuvo Pedro Sánchez es que el extremismo de Vox da miedo a los españolistas más benévolos, los que argumentan que los presos políticos catalanes cometieron un delito —y que por ello deben ser juzgados—, pero que la prisión preventiva es un abuso. Una exageración. Es raro reclamar el derecho a la felicidad, lo que es uno de los grandes entretenimientos de los intelectuales autoproclamados de izquierdas, y en cambio negar a todo un pueblo la capacidad de regular su destino. Es raro, pero ocurre. Luchar contra la opresión es casi un deber moral. Ya lo decía Albert Camus: “Quizás lo que hagamos no siempre nos aporte felicidad. Pero lo que es seguro es que, si no hacemos nada en absoluto, no habrá ningún tipo de felicidad”. La obligación de todos los demócratas es desenmascarar al nacionalismo españolista que ayer se manifestaba contra los catalanes independentistas y mañana se manifestará, si es menester, contra los inmigrantes que con sus culturas extranjeras disuelven los valores de la patria. En septiembre de 2013, cuando Manuel Valls era ministro del Interior en Francia, aseguraba que los gitanos “tienen que volver a Rumanía o a Bulgaria” porque “tienen formas de vivir extremamente diferentes a las nuestras” y “no quieren integrarse en nuestro país por razones culturales”. Debe de ser por eso que el ex primer ministro socialista francés Manuel Valls, ahora candidato a la alcaldía de Barcelona, se manifiesta en Madrid contra los catalanes que quieren dejar de ser españoles. Se resisten a ser aniquilados por el supremacismo españolista.

En la plaza de Colón, el extremismo flaqueó, a pesar de las resonancias coloniales del lugar y de los 294 metros cuadrados y 35 kilos de peso, en un mástil de 50 metros de altura y unas 20 toneladas de peso, de la mayor rojigualda de España. Tanto da que fueran 45 mil o 200 mil las personas concentradas cerca de El Retiro, lo que es evidente es que la derecha y la extrema derecha —más los socialistas xenófobos— pincharon respecto a las expectativas generadas. Quizás influyó en ese reventón que en el pedestal que antes soportaba el peso del descubridor ahora se erige —temporalmente— la cabeza de una niña con los ojos cerrados, Julia, una inmensa escultura que, según Jaume Plensa, el escultor, introduce “ternura” y “silencio” en medio del “ruido” del espacio público. El arte invita a la serenidad y a la introspección. El nacionalismo imperialista, a la agresión y a la persecución. Sean pocos o muchos, “el espíritu de Colón” de los manifestantes es un mal augurio para España.