“La ley no puede justificar la violación de la ley”. Quien esto afirmaba en 1966 en un número especial de la revista Rutgers Law Review era el filósofo y escritor norteamericano Carl Cohen. En 1971 publicó el ensayo Civil Disobedience: Conscience, Tactics, and the Law con el que abaordó más extensamente el clásico debate sobre en qué consiste la desobediencia civil y si tiene justificación ejercerla y de qué manera. La polémica se enmarcaba en las movilizaciones impulsadas por el movimiento de los derechos civiles de los Estados del Sur de los EE.UU., donde todavía eran vigentes algunas de las leyes de discriminación racial. La dualidad del sistema legal norteamericano, que permitía que una ley estatal fuera incompatible con una ley federal, hizo que algunos juristas consideraran que la desobediencia de las leyes racistas del Sur tenían la cobertura de la ley federal. Debió ser un debate apasionante que, aun así, no ahorró la represión de las autoridades sudistas contra un montón de activistas defensores de los derechos civiles.

No soy jurista y, por lo tanto, intentaré no caer en el ridículo de escribir sobre lo que no sé. La cuestión es que mientras estaba leyendo un largo artículo de Hannah Arendt sobre la desobediencia civil, del año 1972, y ahora reproducido en una interesante compilación de ensayos políticos titulado En el presente (Página indómita, 2017), el juez Pablo Llarena ha vuelto a meterse en camisa de once varas.  El magistrado del Tribunal Supremo ha suspendido las funciones como diputados de Carles Puigdemont, Oriol Junqueras, Raül Romeva, Jordi Turull, Josep Rull y Jordi Sànchez. Los deja sin sueldo, pero también sin voto. E incluso se ha inventado una figura nueva, la del diputado “temporal”. Para suspender las funciones del presidente Puigdemont y de los presos políticos que todavía son diputados, Llarena los ha declarado en rebeldía. Según el escrito del juez, la decisión “configura una medida cautelar de naturaleza pública y extraordinaria”, que persigue preservar la orden constitucional “impidiendo que personas que ofrecen indicios racionales de haber desafiado y atacado de manera grave el orden de convivencia democrática mediante determinados comportamientos delictivos, entre los cuales se encuentra el delito de rebelión, puedan continuar en el ejercicio de una función pública de riesgo para la colectividad cuando concurren además en ellos los elementos que justifican constitucionalmente su privación de libertad”. Este hombre es extraordinariamente creativo. Pero puesto que lo dicho no le parece suficiente, también alerta que emprenderá las acciones que crea adecuadas si Mesa del Parlamento no suspende a los seis diputados. Otra vez Llarena recurre a la amenaza para sembrar el miedo. Al fin y al cabo, ya lo consiguió el 30 de enero.

No discutiré estas medidas en términos jurídicos, porque, insisto, no es mi campo, aunque muchos amigos míos abogados no tienen ninguna duda de que el juez Llarena se excede en la interpretación de la ley de Enjuiciamiento Criminal (LECRIM) para aplicar la suspensión automática de los cargos electos. Lean un artículo del profesor Joan J. Queralt, publicado en este mismo diario el 17 de junio, y sabrán  porque “solo a los procesados y encarcelados que hayan utilizado armas de guerra o explosivos se les podrá aplicar la suspensión automática”. Él es jurista, y de los buenos, y el artículo aclara al lector la maraña jurídica. Pero, volviendo a Cohen, Arendt y a muy otros filósofo de la política, ¿es ésta es una batalla legal? Las causas políticas no siempre deben estar supeditadas a las razones legales, porque entonces, como también se ha apuntado un montón a veces, el mundo no habría avanzado ni un milímetro. La “causa justa” es un concepto antiguo pero que sigue vigente para enfrentarse a la injusticia, a la arbitrariedad o simplemente al abuso de poder. El problema es que quien se siente agraviado es quien transforma en delito, si dispone de los instrumento para hacerlo, en este caso la toga, la acción de quien se opone a una norma que considera injusta. Y a menudo, además, encuentra el apoyo de los medios de comunicación que se han convertido en panfletos al servicio de una causa política. La defensa de la unidad de España, por ejemplo.

Días atrás me divertí mucho leyendo las crónicas de los diarios unionistas de Barcelona sobre la actitud “rebelde” de la magistrada polaca Malgorzata Gersdorf. La presidenta del Tribunal Supremo de Polonia se negó a admitir su destitución de facto y rodeada por centenares de simpatizantes que le animaban a no aceptar la nueva ley aprobada por el gobierno del Partido Ley y Justicia (“dime de lo que presumes y te diré de lo que careces”) que rebaja la edad de jubilación obligatoria para los jueces hasta los 65 años (desde los 70). Con este cambio, el gobierno autoritario (dentro de la UE, ¿eh?) del ultraconservador Mateusz Morawieck obliga a marcharse a más de un tercio de los magistrados del Supremo y, además, crea una cámara disciplinaria que los jueces temen que el partido hoy al gobierno utilizará para intimidarlos. Todos los diarios unionistas catalanes aplaudieron la actitud desafiante de la magistrada polaca que cruzó por la fuerza las puertas del Supremo de su país y prometió seguir luchando para proteger la Constitución y la independencia de la justicia en su país. ¿Gersdorf  desafió o no a un gobierno legalmente constituido que pertenece a la UE, un club de Estados supuestamente democráticos? No hay duda que lo hizo.

 

La pregunta es: ¿por qué los diarios unionistas catalanes no van a escribir los mismos artículos en favor de la libertad cuando la mayoría parlamentaria soberanista se niegue a aceptar la interlocutoria del juez Llarena sobre la suspensión de los diputados en prisión o en el exilio? La respuesta me parece obvia. No estamos ante una disputa legal individualizada, que comportaría juzgar un delito cometido por un delincuente, sino que afrontamos un conflicto político colectivo sobre el que unos demuestran estar dispuestos a sacrificar su libertad y otros la democracia. No  le den más vueltas. Lo dejó claro el primer ministros polaco ante el Parlamento Europeo cuando defendió la reforma legal para prescindir de los jueces que le incomodan, “cada país tiene derecho a legislar en su sistema jurídico de acuerdo con sus tradiciones”. Si aceptáramos este principio, el gobernador de Misisipí, Ross Barnett, habría podido encarcelar a Martin Luther King con un argumento muy simple: la esclavitud es una tradición del Sur de los EE.UU. La autodeterminación es un derecho universal que cuando se quiere ejercer y choca con la intransigencia de los poderes constituidos, los que se niegan a permitir que se ejerza se aferran al mismo argumento. La desobediencia es el único recurso que les queda a los movimientos políticos no violentos para oponerse a los jueces y a las interpretaciones injustas de la ley. Lo que hace falta es que quién desobedezca esté dispuesto a hacer como la magistrada polaca Malgorzata Gersdorf, que salió esposada de la sala donde ella antes impartía justicia.