Más presto se coge al mentiroso que al cojo. Debe de ser por eso que la gente, aquella gente que es menospreciada pero a la vez temida por los privilegiados, desconfía de los partidos políticos. Y es que la política catalana está dominada por la mentira. Y por la maldad de algunos políticos que sin escrúpulo ninguno van explicando mentiras como si fueran grandes verdades. Unas mentiras alimentadas, además, por el periodismo partisano que, en vez de informar y de desenmascarar al mentiroso, se comporta como un trol de papel simplemente porque le conviene a la línea editorial del diario donde trabaja. Tanto da que el mentiroso se haga pasar por independentista y de izquierdas y que el diario sea de derechas y unionista, porque lo importante es que ambos coinciden en cargarse a una tercera persona. No hay peor enemigo que un mal amigo. Un falso amigo todavía es peor. Amigos falsos y falsos amigos, este es el drama de la vieja política catalana.

Argumentaba ayer Jordi Galves, en su artículo en este diario, que se ha puesto en marcha un estrategia sutil para “convencer paulatinamente a los electores soberanistas de la imposibilidad práctica de la independencia”. En este esfuerzo coinciden los independentistas de siempre, los que han vivido toda su vida de serlo, y los unionistas que quieren volver a la normalidad. Solo les separa una rendija. Los unionistas quieren eliminar como sea a Carles Puigdemont mientras que los antiguos independentistas ya han entendido que quizás les convenga reivindicarlo. Al final han entendido que la gente, el pueblo llano, politizado pero no partidista, está junto al president exiliado. Por esta razón, ahora se apresuran a destacar supuestas unidades estratégicas, que estaría muy bien que existieran si realmente fuera verdad y no solo una operación de marketing. O cuando hablan del deshielo en la relación entre Junqueras y Puigdemont, cosa que me parecería óptima si, además, también fuera realmente verdad. Y no lo es, porque Junqueras no ha querido jamás —ni por carta ni de ninguna otra forma— rehacer la relación con el MHP Puigdemont. Lo peor es que el entorno del antiguo vicepresident hurga en la herida.

La división entre los partidos independentistas contribuyó a la derrota de hace un año de una manera importantísima

En la actual coalición de gobierno, que es la que es porque no cabe otra posibilidad, las estrategias de los consellers son muy diferentes. La división va por personas y no por barrios partidistas. Por consiguiente, la música de un conseller  que forma parte del núcleo duro del PDeCAT puede llegar a sonar igual que la de un conseller recuperado de la antigua ERC. Puede ser que lo que esté ocurriendo es que quienes antes eran políticamente irreconciliables ahora comparten el anhelo de promover un pujolismo 2.0 —en versión de centroizquierda— para volver a la ficción del peix al cove. Si el pujolismo ya era un espejismo, pues nuca fue un proyecto nacional real, independientemente de la eficiencia —o no— para organizar una administración autonómica, el pujolismo 2.0 surge de la renuncia a la independencia de los que quieren convertir el independentismo en una especie de placebo político construido desde la desesperanza. Desde la asunción de una derrota que solo lo fue a medias.

No es bueno caer en el autoengaño. Eso es cierto. El año pasado, el Estado consiguió que la declaración de independencia no durara ni 24 horas. La división entre los partidos independentistas contribuyó a la derrota de una manera importantísima. Lo hemos podido constatar con el tiempo. Pero quienes depusieron al Govern y aplicaron el 155 también sufrieron daños irreparables. Al fin y al cabo, ni Mariano Rajoy, ni Soraya Sáenz de Santamaría, ni María Dolores de Cospedal están hoy al frente del Ejecutivo español. No los echaron del poder por la corrupción. El conflicto catalán también contribuyó a ello. Ahora es Pedro Sánchez quien gobierna. Él fue el cómplice necesario para que el PP pudiera aplicar el 155 y se persiguiera judicialmente al soberanismo. El PSOE jamás será un buen aliado. En todo caso se puede negociar con él desde una posición de fuerza, desde la amenaza, que es el único idioma que entienden los políticos españoles.

Los independentistas que desean convertirse en un simple animal de compañía en la política española nos engañan. Alimentan la desesperanza. Este es un buen momento para sacar partido de la debilidad española, incluso desde un punto de vista nacional, a pesar del ruido que provocan los aspavientos patrióticos. Como explica el profesor Xosé M. Núñez Seixas en un libro de reciente publicación, Suspiros de España. El nacionalismo español 1808-2018, la identidad nacional española hoy se sostiene mediante símbolos informales, como por ejemplo cantantes de moda o deportistas (de ahí la polémica sobre la pancarta en favor de los presos y la celebración de otro título del cerverano Marc Márquez), pero no por objetivos políticos compartidos, y de consenso, acerca de la legitimidad del poder y la soberanía. Quien desee realmente la independencia de Catalunya tiene que favorecer el consenso entre catalanes y no entre españoles. Me parece de una lógica meridiana. Si existen independentistas que quieren retornar al tradicional catalanismo españolista —en la versión que sea, nacionalista o federal—, pues que lo digan con valentía. Sin engaños, sin vergüenza.