El historiador británico Keith Lowe, uno de los mejores de su generación, da inicio a su último libro, The fear and the fredoom. How the Second World War changed us, con esa gracia literaria que solo tienen los académicos anglosajones: “I was never happy in my life”. Esa infelicidad manifiesta, ese “Nunca he sido feliz”, es la impresión de Georgina Sand cuando Lowe la entrevistó y ella tenía ochenta y tantos años. Sand es una de las protagonistas de este nuevo libro del autor del archiconocido estudio sobre la Segunda Guerra Mundial, Continente salvaje (Galaxia Gutenberg, 2014), donde narraba la falta de moralidad de los vencedores y las ansias de venganza que animaron a muchos de los supervivientes de esa gran estupidez que fue la guerra mundial y que se cobró 35 millones de muertos. Persecución y muerte. Intolerancia y nacionalismo extremo. Ideología y sectarismo. Esas fueron las ecuaciones que llevaron a la peor masacre de todos los tiempos, cuando murieron más civiles que militares. En ese libro, por cierto, Lowe escribe que España arrastra un problema secular de autoestima que le lleva a optar por el autoritarismo cuando los políticos no saben cómo gestionar la diversidad y la democracia.

Georgina Sand era una niña vienesa judía, nacida en 1927, hija de un conocido comunista austríaco, que sus padres mandaron al Reino Unido el verano de 1939 para protegerla de los desmanes perpetrados por los nazis, incluyendo la detención y deportación de su madre, a la que no volvió a ver. Georgina llegó a Londres emocionadísima pero esa emoción de desvaneció enseguida. El miedo fue desde entonces su segunda piel. A pesar de los aires de libertad que pudo respirar en la democrática Inglaterra y de la posición más o menos acomodada que consiguió con el tiempo junto a su marido, la ansiedad provocada por el recuerdo de la arbitrariedad, por la injusticia padecida, le sigue alterando. Georgina Sand vive desde 1948 en el South Bank de Londres, en un apartamento que da al río Támesis con vistas a la catedral anglicana de San Pablo, y ahí le siguen rondando los fantasmas que le apartaron de su Viena natal y la convirtieron en una inmigrante forzada. Ella es una de los muchos exiliados, aunque nadie les designe de ese modo, que provocó la intransigencia totalitaria de los años treinta.

En España, visto lo visto, se protege a los fascistas con mayor ahínco y educación que los derechos de los independentistas catalanes

Estaba leyendo este libro, que rezuma humanidad a raudales, cuando los políticos catalanes presos fueron abucheados en el Congreso de los Diputados por los parlamentarios de la ultraderecha española. Con la apariencia de defender el orden constitucional, los fascistas que se sientan en la Carrera de San Jerónimo, cuyo número es muy superior a los diputados oficiales de Vox, se comportaron como la jauría (in)humana que deportó a la madre de Georgina Sand a Auschwitz, persiguió a su padre y provocó su huida hacia la libertad. En España, visto lo visto, se protege a los fascistas con mayor ahínco y educación que los derechos de los independentistas catalanes, verdaderos apestados para los escombros del régimen del 78. La nueva presidenta del Congreso, la socialista Meritxell Batet, pudo seguir el ejemplo del nuevo presidente del Senado, el filósofo Manuel Cruz, quien mandó callar al secretario de la mesa que intentó interrumpir la toma de posesión de Raül Romeva, pero no dijo ni mu. No supo garantizar la libertad de expresión de los diputados catalanes ante los energúmenos de Cs, Vox y PP, las tres versiones de la derecha que está provocando que Europa retroceda hasta los tiempos en que Georgina Sand tuvo que refugiarse en Londres.

Muchos políticos españoles tienen la idea equivocada que suspendiendo a los diputados independentistas catalanes van a acabar con la cuestión. Dejando a un lado que resulte incomprensible que esos diputados y senadores hayan podido ser elegidos y que se les suspenda a la mañana siguiente de prometer el cargo, lo que persigue esa suspensión es alterar la democracia, alterando otra vez el resultado de las urnas, e intimidando a los políticos independentistas. Con algunos políticos ya lo han conseguido, véanse esos delirantes artículos del exconseller Santi Vila, que es capaz de escribir digo donde dije Diego sin ruborizarse, pero con la mayoría les será imposible. Puede que les quede el miedo en el cuerpo, porque las condiciones carcelarias en España persiguen la humillación en vez de la rehabilitación, y que la “corriente subterránea de ansiedad” les marque para toda la vida como la Segunda Guerra Mundial marcó a Georgina Sand, pero el antídoto será siempre el reclamo de libertad.

Al acabar la guerra Georgina se trasladó a Praga y allí se casó. Estaba convencida de que podría rehacer su vida. Pero no pudo. En 1948, los comunistas tomaron el poder y les empujaron de nuevo al exilio persiguiendo otra vez la libertad. Aun teniendo el miedo en el cuerpo, Georgina se dispuso a vivir la democracia. Las sonrisas y el buen humor de los presos políticos catalanes en su aparición parlamentaria supongo que fue lo que provocó la ira de esos intolerantes, capitaneados por Rivera, Casado y Abascal, que los socialistas no saben combatir.