Calígula hizo senador a su caballo. Emmanuel Macron hubiese podido hacer miembros de la Asamblea Nacional a todos los habitantes del zoo de Vincennes si hubiese querido. El periodista Edwy Plenel, ex director de Le Monde y fundador de Mediapart, argumentaba hace poco que hasta un asno sería elegido candidato de En Marche. Tal es la fuerza motriz del movimiento político del Presidente. En Marche es un tsunami electoral, una tormenta perfecta que se precipita sobre Francia.

A Macron no le sucede nada que no hayamos visto antes. Pero normalmente el proceso de canonización se reservaba a cantantes de pop, algún que otro actor de Hollywood, al Papa de Roma por supuesto y, recientemente, a esa cosa que hemos dado por llamar influencers y que básicamente son tipos y tipas que chillan y hablan logorreicamente por las redes sociales. Hace mucho que un político no sube a los altares, lo sacan en procesión o le veneran como a un milagroso exvoto. De ahí lo peculiar de esta situación. Que un país oficialmente laico adopte este tipo de liturgias no deja de ser desconcertante.

Es cierto que desde que el General de Gaulle instauró la V República, la maquinaria política francesa está programada para que se produzca la concentración del poder en un solo hombre. El poder vertical, le llaman, el control sobre los principios regalianos (palabra que tiene que ver con los poderes que se atribuyen directamente al Rey: la seguridad, la defensa y la política exterior), y en pleno siglo XXI, la comunicación.

Hace mucho que un político no sube a los altares. Que un país oficialmente laico adopte este tipo de liturgias no deja de ser desconcertante

Pero nunca antes se habían conjugado todos estos elementos en tan poco tiempo. El resultado es que en pocas semanas Francia deberá confrontarse a un sistema político sin contrapoder. El poder legislativo será barrido por una inmensa mayoría del mismo color, el ejecutivo omnipresente dictará la política a través de órdenes que nadie osará cuestionar, el poder judicial no tiene peso en esta ecuación y el cuarto poder… está siendo anulado por la estrategia del Macronismo: Comunicar directamente al pueblo prescindiendo del periodismo y, de paso, del control que el periodismo ejerce sobre el poder en cualquier democracia. «Emmanuel Macron nos ha prohibido hablar con los periodistas. Para él, sois un ogro que nunca tiene suficiente comida», comenta un destacado miembro de En Marche a un periodista de Le Monde.

Yo y el pueblo. La vieja monarquía encarnada en un joven de 39 años, educado por los jesuitas, que tienen como referencias, entre otros, a Maquiavelo. Su sentencia “una cosa es llegar al poder y otra es mantenerlo”, debe ser uno de los mantras de este Dios (así es como lo llaman en su círculo íntimo) rodeado de sus apóstoles (así es como se hacen llamar los miembros del núcleo duro del poder en Elíseo) que han impuesto un férreo control sobre la política francesa. Tocan todos los resortes, vigilan todas las traiciones, conocen todos los movimientos. No se admite el fallo, la crítica, la voz libre. La libertad de expresión empieza y acaba en su palabra. En la de Él. No es de extrañar que empiece a circular un sordo rumor: demasiado poder, demasiada ambición.

Las últimas encuestas dan unos resultados inquietantes: un 61% de los franceses desearían una mayoría menos apabullante que la estimada en la primera vuelta y un 52% se declaran insatisfechos de los resultados obtenidos hasta la fecha en las legislativas. Pero la ola macroniana no tiene quien la pare.

Respondiendo a un periodista, Macron le espetó: “no contesto preguntas de actualidad, yo elijo los temas sobre los que quiero hablar”

Lo nuevo como precepto absoluto. Los novísimos que destruyen el pasado para construir futuros utópicos. El Antiguo Régimen que deja paso a una nueva era a golpe de guillotina. Todo en Francia reclama una renovación profunda. El Macronismo impone lo nuevo como un principio absoluto. Y la renovación se hace al galope. Los franceses parecen tener mucha prisa por quemar etapas, por engullir la Historia. Como si todos hubiesen tomado al mismo tiempo el mismo suplemento energético.

Tras las victorias de Trump y del Brexit, tras la chulesca ostentación de Vladimir Putin, creíamos que Francia nos había librado de la bestia. Pero el populismo es una hidra de mil cabezas. En Francia se ha reinventado como movimiento. Usa todos los resortes de la democracia para obtener el poder. Un poder que después ejercerá a su antojo. La democracia necesita de partidos políticos y no de hombres (o mujeres) providenciales. De transparencia y de control. ¿Quién ejercerá en estos momentos en Francia ese rol? Los periodistas se revuelven nerviosos: sus habituales fuentes de información han sido barridas del mapa. Y los nuevos políticos de la era Macron optan por el silencio militar. “Quién se mueva no sale en la foto” dijo en su día Alfonso Guerra. En Francia se practica el hieratismo en grado superlativo. El pasado 9 de junio respondiendo a un periodista, Macron le espetó: “no contesto preguntas de actualidad, yo elijo los temas sobre los que quiero hablar”. Algo así como el “ara no toca” de Jordi Pujol.

Si en la Asamblea Nacional nadie osará levantar la voz, si en la prensa nadie va a tener acceso libre y crítico al poder, si la única persona capaz de llegar a comunicar con el dios del Elíseo, es su mujer Brigitte (que adopta aquí un rol de arcángel), si todo esto pasa al mismo tiempo que se cambian leyes sociales, se prolonga el estado de sitio, se liberaliza la economía… ¿Quién dará una visión crítica? ¿Quién podrá proponer alternativas?

Ha instaurado el sueño jesuítico por excelencia: gobernar desde la excelencia sin necesidad de dar explicaciones

En estas legislativas, sólo los candidatos macroncompatibles de los partidos tradicionales tienen posibilidades de ser elegidos. El FN está en pleno retroceso. El PS, en vías de desaparición, ha puesto en venta la mítica sede de la calle Solferino por 50 millones de euros. La derecha de Los Republicanos, en plena crisis, con un François Fillon que se niega a devolver los tres millones de euros que aún le quedan de la última campaña electoral.

Macron define su presidencia como jupiterina. Ahí es nada. Júpiter, Dios del Olimpo. No anda parco de adjetivos el Presidente. No se esconde con complejos.

A sus ministros ya les ha advertido: o consiguen los objetivos marcados o saltan. Como en una empresa o en un banco, Macron exige resultados. Beneficios netos. Cuentas saneadas.

Una cosa es llegar al poder y otra mantenerte en él. El brillante enarca que se quería verso libre bajo el mandato de Hollande exige a sus ministros un silencio absoluto. A la salida de las reuniones, los miembros del gobierno de Édouard Philippe tienen prohibido hablar con los periodistas. Incómodos, caminan cabizbajos hasta sus coches, mirando las piedras impolutas del Elíseo. No hay declaraciones ni entrevistas. Los jefes de prensa son redundantes. Ni ellos saben cuál es su cometido.

El paso de un viejo a un nuevo tiempo requiere de un mando ciertamente autoritario. Si al trance le añadimos esa nostalgia monárquica tan francesa el resultado es Emmanuel Macron. Lo que hay que decir a favor de nuestros vecinos, es que tienen buen criterio a la hora de elegir con quién transitar por las traidoras aguas de lo desconocido. A Macron se le podrá acusar de muchas cosas, pero al menos conjuga a la perfección sus frases. Esa inteligencia privilegiada da un cierto margen a la esperanza. Nadie dijo que la bondad hiciera buenos políticos. La inteligencia, en cambio, sí.

Definitivamente, imaginamos cuán orgulloso estaría San Ignacio de su alumno aventajado. Ha instaurado el sueño jesuítico por excelencia: gobernar desde la excelencia sin necesidad de dar explicaciones.