La Cordillera de los Andes es una cadena montañosa larga como de Cataluña hasta China. Se extiende desde el Mar Caribe hasta la Patagonia atravesando Venezuela, Colombia, Ecuador, Perú, Bolivia, Chile y Argentina. A lo largo de sus siete mil kilómetros de longitud se alzan más de cien picos de seis mil metros de altura, así como un amplísimo abanico de accidentes geográficos: lagos que parecen mares (el Titicaca), lagunas de colores (la colorada, la verde, la blanca, la azul...), desiertos de dunas y noches estrelladas (el de Atacama) y salares infinitos (el de Uyuni). Sin embargo, no toda la belleza de los Andes proviene de sus parajes vírgenes. Ya que, más allá de su geología, flora o fauna exorbitante, los Andes son un hormiguero de gente. Y, como es sabido, allí donde hay gente hay cultura, y donde hay cultura hay una forma de alimentarse. En tal sentido, cualquiera que haya pisado los Andes más allá del Cusco y el Machu Picchu se habrá dado cuenta como mínimo de una cosa: en los Andes todavía se come de maravilla. Y digo aún porque allí donde no llega la educación llega un despliegue de tumores alimentarios que comienza por el pollo frito y termina por las patatas congeladas de bolsa (doy fe que en la tierra de las patatas -hay más 3000 variedades- me he encontrado con patatas fritas importadas de Estados Unidos). En Cataluña, podría parecer que la gastronomía de los Andes ha aterrizado de la mano de la cocina peruana. Pero una cosa son los ceviches y las cuatro patatas que lo acompañan, y otra muy diferente es la sopa de maní (o cacahuete), la Kalapurca, la pahamanca o el anticucho.

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(La cultura del pueblo Kallawaya ha sido declarada Patrimonio Universal por la UNESCO / Foto: La Kooperativa)

“Cómo podía ser que una montaña de carne frita acompañada con un puñado de verduras hervidas suscitara tanta devoción”

Según los datos oficiales, en Cataluña viven más de cien mil extranjeros nacidos en países andinos; aunque muchos de ellos no se hayan criado entre montañas. Entre los que sí, muchos siguen alimentándose como cuando vivían en sus países de origen. Y si alguien lo duda, que eche un vistazo a las tiendas de víveres latinas, paquistaníes, marroquíes o incluso chinas. Dentro encontrará desde mazorcas congeladas de maíz blanco (el choclo) a carne de llama deshidratada, pasando por el chuño o la tunta (patata liofilizada) a todo tipo de pimientos picantes: en polvo, congelados, ahumados, en pasta, deshidratados e incluso frescos. Entonces, si aquellos llegados de los Andes disponen de todos los ingredientes para practicar su gastronomía, ¿por qué no deberías practicarla tú? De entrada, ya te adelanto que es una cocina muy accesible que, con la excepción de algunos platos festivos, se articula en la frugalidad más absoluta. Y, en este sentido, diverge mucho de las cocinas latinas más famosas como la oaxaqueña (de Oaxaca, México), la bahiense (de Salvador de Bahia, Brasil) o la de los cebiches. Sin embargo, a pesar de la falta de aromas refinados a pescado o marisco, existe una sutilidad en esta cocina que cautiva desde el primer segundo. Y no se me ocurre un mejor ejemplo que el charquekan boliviano para narrar lo auténtica y extravagante que puede llegar a ser esta cocina.

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(Un restaurante anuncia Charquekan en las calles de Oruro / Foto: Wikimedia)

“El charquekan es un plato del día a día, que cruje cuando lo masticas, que pica y que además se come con las manos”

El charquekan

Recuerdo perfectamente la primera vez que me enfrenté a Charquecan en un tugurio de Cochabamba, una ciudad revolucionaria conocida por ofrecer la mejor gastronomía nacional. Todo lo contrario de lo que ocurre en Catalunya, en Bolivia los restaurantes escrupulosamente decorados pueden tener fama de no ofrecer buena cocina. Por este motivo, aquel restaurante que apiñaba a los más ricos de la ciudad, parecía más bien un bar improvisado de fiesta mayor que el mejor restaurante de charquekan del país. La cuestión: al rato de llegar el camarero puso ante nosotros una cuenco con una salsa de tomate crudo, hierbas y pimiento picante -la llajwa-, y una bandeja de dos palmos de diámetro por un palmo y medio de comida la que se constituía por una base de patatas hervidas, huevos durosmote (granos de maíz blanco), una montaña de carne deshilachada y frita de ternera, y dos lonchas de queso fresco encima. Frente a ese bodegón grotesco y esquemático, lo primero que me vino a la cabeza es la carne de olla de Navidad. Pero, a diferencia de ésta, donde los ingredientes se guisan juntos durante horas y después se sirven por separado, aquellos alimentos se mostraban desnudos y sin profundidad aparente. Entonces, ¿cómo podía ser que una montaña de carne frita acompañada de un puñado de verduras hervidas suscitara tanta devoción?

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(Proceso de elaboración de la carne del Charquekan / Foto: Tio Albert)

La carne, el secreto del charquekan

La elaboración del charquekan comienza con el salado y la secado de la carne. Según si nos encontramos en un valle de los Andes como Cochabamba o en medio del Altiplano andino, ésta será de pecho de ternera o de muslo de llama. ¿La diferencia? La de llama es indudablemente más sabrosa, además de más saludable ya que no tiene colesterol. Una vez deshidratada la carne bajo el sol abrasador de los Andes (se tiende en una cuerda como si fuera ropa), se hierve para eliminar toda la sal. Y, a continuación, se machaca enérgicamente en un batán (una especie de mortero) para romper todas las fibras. Después, la carne se deshilacha manualmente. Y, finalmente, se fríe y se aliña sutilmente con lima. Sin embargo, este minucioso proceso de elaboración no es el único secreto del éxito de este plato. Como la susodicha carne de olla, el charquekan también se comparte. Pero, al revés que ésta, el charquekan es un plato del día a día que cruje cuando lo masticas, que pica (no nos olvidemos de la salsa!) y que además se come con las manos. Entonces, si ésta no es una combinación ganadora, que me cuelguen como un jamón o una longaniza (por cierto, nuestras formas tradicionales de conservar la proteína animal). Afortunadamente, no es imposible comer un buen charquekan en Cataluña, ya que allí donde hay bolivianos y bolivianas hay también restaurantes bolivianos. Cuando entres, es probable que seas el único extranjero. Pero no te preocupes, los Andes son un hormiguero muy hospitalario.

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(Una llama con el lago Titicaca al fondo / Foto: John Elk)