En los últimos años los rituales en torno a la comida se han puesto de moda, y personalmente he tenido la suerte de participar en algunas liturgias muy originales (he visto decapitar un nabo al estilo halal por la hija de un carnicero de Argelia, por ejemplo, y me consta que incluso se ha comido un meteorito en el Born Centre Cultural). Pero, a pesar de mi cariño por la cocina y las tradiciones catalanas, todavía no he participado activamente en ninguna matanza del cerdo. Y tengo el presentimiento de que esto me está pasando factura a la hora de consumir y disfrutar de los embutidos de toda la vida. En un momento donde el mundo les ha dado la espalda (la Organización Mundial de la Salud los ha tildado de cancerígenos y recomienda directamente evitar su consumo), me pregunto si el tema tiene algo que ver con la salud humana o se trata simplemente de una cuestión afectiva. Quiero decir, la OMS también aconseja no beber vino, y bien que lo disfruto con moderación. Quien sabe, pues, si mi desencanto con las butifarras, los bulls, los rellenos, las longanizas, los fuets o las secallonas, no se debe sencillamente a que no he estado nunca en una matanza del cerdo. Y, debido a ello, carezco de vínculos profundos con sus productos derivados; especialmente con aquellos elaborados por maestros charcuteros con las viandas de los mejores animales de payés

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(Inicio de la matanza. Hay que guardar la sangre para elaborar las butifarras negras / Foto: Miguel Ángel Gómez)

‘La matanza del cerdo debería ser uno de esos rituales como ir a buscar setas o peregrinar hasta Valls a un restaurante de calçotadas’

Desde tiempos remotos, el cerdo ha desempeñado un papel crucial en las economías rurales de Cataluña, y prueba de ello es el repertorio de embutidos y derivados del cerdo que conforman buena parte de nuestro patrimonio alimentario (como el puimoc, el xolís, los anditos, la bringuera, el bull de donja, el relleno de carnaval, el paté de la laguna, el tupí de confitado de cerdo, la baldana de arroz o los llardons….). Por su importancia histórica, económica y cultural, la matanza del cerdo debería ser uno de esos rituales como ir a buscar setas o peregrinar hasta Valls a un restaurante de calçotades, y cualquiera de nosotros (excepto los especistas) debería saber embutir una butifarra sin dejar entrar el aire dentro del intestino. Sin embargo, ver cómo se desangra un animal se ha convertido en un acto tan sádico como ofensivo, y aún más retorcido, vomitivo. Y todo ello ha derivado en un escenario de lo más absurdo: la inmensa mayoría de nosotros, pese a consumir carne de cerdo habitualmente, todavía no ha participado en uno de los rituales gastronómicos más importantes de Catalunya.

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(Los jamones, costillar y cabeza antes de deshuesar / Foto: Stock Food)

‘O tomamos conciencia de lo que implica consumir proteína animal, o atengámonos a sus nefastas consecuencias’

La importancia del cerdo

Existen varios factores que ayudan a comprender nuestra estrecha relación con el cerdo. Primero: el cerdo es un animal omnívoro que se alimenta de prácticamente cualquier cosa: desde el resto de las cosechas (patatas carcomidas, verduras de cualquier tipo, cascarillas de cereales...) a los residuos de la cocina del hogar. Y, en este sentido, es necesario entenderlo como un contenedor orgánico, pero eficiente. Segundo: el cerdo engorda muy rápidamente y se puede criar en un espacio muy reducido sin la necesidad de pastarlo. Por tanto, ha sido accesible incluso para aquellos que no tenían tierras. Tercero: del cerdo se aprovecha absolutamente todo, y su relación de grasas y proteínas ha permitido la elaboración de un abanico muy generoso de conservas y derivados de una dimensión gastronómica vastísima. Cuarto: la carne de cerdo es una excelente fuente de vitaminas y proteínas de alto valor biológico. Y, salvo en las zonas más grasas (aproximadamente el 40% del animal), está ampliamente recomendada para personas de cualquier edad y condición. Y quinto: desde la perspectiva de un alimento asociado en invierno, su grasa ha representado una fuente de calorías especialmente importante.

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(Elaboración artesanal de butifarras / Ayuntamiento de Sant Hilari Sacalm)

La matanza del cerdo

Antiguamente, con la llegada del frío y el bajón de tareas agrícolas, la vida rural se reorganizaba en torno a la masía. Y la primera tarea importante del otoño era justamente la matanza del cerdo; un evento que garantizaba el aprovisionamiento de proteína a la vez que servía como excusa para reunir a toda la familia. Sobre las etapas de la matanza se podría escribir un tratado entero: que si el matador degolla al animal, lo quema y lo frota con cuchillos y piedras para eliminarle la piel; que si la mocadera recoge la sangre para la elaboración de butifarras negras y limpia las tripas con cuidado (esófago, estómago, intestino delgado, intestino grueso, vientre y vejiga) para embutir la mezcla de carnes; que si se salan los embutidos para secarlos (fuets, salchichones, somalles...) o se hierven en las calderas justo después de embutirlos (bulls, catalanas, bisbes, butifarras de huevo...); que si se separan los jamones para secarlos o se deshuesan para incorporarlos a la mezcla de carnes; que si el día de la matanza se come hígado con mantilla o magro y tocino… Pero, dado que desconozco los misterios de la matanza, me limitaré sólo a una última reflexión: en un momento en que la producción y el consumo de carne está amenazando la salud de las personas y del planeta, la celebración de rituales y sacrificios es más necesaria que nunca. O tomamos conciencia de lo que implica consumir proteína animal, o atengámonos a sus nefastas consecuencias. Y si por el camino aprendemos a disfrutar de los embutidos, o incluso dejamos de consumirlos, pues mucho mejor.

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(Los embutidos curados son el clímax de la matanza / Foto: El Graner)