Desde la ermita que corona el monte Licabeto, la ciudad de Atenas parece como sumergida en el Mar Egeo. Esta sensación de que la ciudad progresa por debajo del agua, infinita, hasta el horizonte, provoca irremediablemente otra imagen: como el lomo de una ballena que busca un trago de aire, la ciudad emerge cuando se topa con una isla más allá. Y, en cada una de ellas, su gente parece ocuparse de una sola cosa: beber y comer, comer y beber. Sin embargo, Grecia es mucho más que Atenas y sus islas meridionales; es también Salónica, las islas jónicas, el Peloponeso o las montañas de Pindos. Y no hay un rincón de ese país donde la gente no sepa alimentarse con un sentido y una responsabilidad que aquí apenas abarcamos a comprender. E incluso en el epicentro de la capital, a los pies de la Acrópolis (como decir los alrededores de Plaça Catalunya) es posible saborear un plato de garbanzos, de judías o de sardinas, y un trago de vino sin etiqueta. Quiero decir, que incluso cuando tienen la oportunidad de vender comida rápida para turistas, musaka procesada (el equivalente a nuestra paella de las ramblas) o los populares meze (entremeses, tapas o platillos), los griegos son capaces de desplegar lo mejor de la gastronomía, que es justamente el arte de refinar los ingredientes más humildes y mantener el negocio en pie. ¿El motivo? Una cuestión de una lógica despampanante: comer es en primer lugar una necesidad fisiológica. Y, sólo después, una necesidad hedonista o relacionada con el placer.

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(Taverna Diporto, Atenas / Foto: Arnau Vilà)

“Hacer un chup-chup o entablarse en una masía es un gesto tan folclórico como ponerse una barretina o peregrinar al monasterio de Montserrat”

Firmes en la cocina tradicional

Un mes atrás, en el asador de moda de Barcelona (Ultramarinos Marin, c/ Balmes 187) me ofrecieron una modesta patata como entrante. Y, de tan buena (tierna y crujiente, con aromas a mantequilla y el punto justo de sal), me transporté automáticamente a Grecia; un país donde más allá de divertirse o pasar un buen rato, la gente busca nutrirse en los restaurantes. Allí, donde la cultura de la comida y la cocina tradicional es la base donde se edifica toda la sociedad, es posible alimentarse todo el año fuera de casa, del desayuno a la cena, sin engordar ni arruinarse en el intento. Y ahora me pregunto, ¿se imaginan una Cataluña así? Es decir, un país donde desayunar fuera de casa mel y mató, comer huevos con sanfaina, merendar tostadas con anchoas y cenar butifarra con secas fuese el pan de cada día, incluso del fin de semana; y todo sin poner en riesgo la salud ni temer por desequilibrar la dieta. Desgraciadamente, esto aquí es impensable. La época dorada de las fondas, de los menús de bar con alimentos de payés y de lonja, o de la comida callejera hace ya tiempo que ha caído en el olvido. Como tantas otras, Catalunya ha sucumbido. Y hoy hacer un chup-chup o entablarse en una masía es un gesto tan folclórico como ponerse una barretina o peregrinar al monasterio de Montserrat. Dicho de otro modo, nuestra cocina es tan compleja y delicada que no ha soportado nuestra nueva mentalidad. Los griegos, en cambio, o bien por tener una cocina más esquemática o bien porque son un pueblo más sensible (me decanto por eso último), se han mantenido firmes en sus raíces, y prueba de ello es que las practican de sol a sol con ingredientes auténticos y a precios populares.

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(Tsiknaboom / Foto: Carolina Doriti)

‘Que en Catalunya nos hayamos cargado el resopón es una prueba más de que nuestra cocina va hacia menos’

Adiós al resopón

Más allá de la cocina tradicional, lo que más impresiona del país heleno es la posibilidad de comer a cualquier hora. A diferencia de Cataluña, donde a partir de medianoche sólo abren las cadenas de comida rápida, Grecia vive en una omnipresente fragancia de carne a la brasa, de bollería, de hierbas mediterráneas... la cual, sin saber cual lleva a la otra, propicia una profunda cultura de comida nocturna. Cuando cierran los bares, las discotecas o las terrazas, entonces es el momento del resopón. Y esta 'comida que se hace por la noche cuando se tarda mucho en ir a la cama después de haber cenado' se convierte indudablemente en uno de los placeres más fascinantes e embriagadores de la gastronomía griega. Nada da más hambre que el alcohol, y nada reconforta más que el resopón de antes de ir dormir. Cuando cierra el ocio nocturno y las calles se tiñen de sombras y enamorados, lo habitual es hacer un souvlaki; que es una brocheta de carne o menudos servida en un pan de pita esponjoso con cuatro patatas fritas, tres lonchas de tomate, dos pellizcos de cebolla y un toque de perejil. Pero los falafels, los bocadillos de embutidos y de queso, los pasteles de carne o de verduras, el gyros (como los kebabs, pero bien hechos), e incluso el pescado frito también están a la orden del día. O mejor dicho, de la noche. Dicho esto, que en Cataluña nos hayamos cargado el resopón es una prueba más de que nuestra cocina va hacia menos. Y disculpad si hoy estoy un poco pesimista, pero es que ayer llegué de Atenas y todavía exudo su perfume. Dadme sólo unos días, por favor. Prometo solemnemente recaer lo antes posible en la mediocridad alimentaria que gobierna nuestras vidas.

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(Kokoretsi, o intestinos de cordero rellenos de pulmones / Foto: Thanasis Zovoilis)