Se cumplen este domingo tres semanas y media de las anómalas elecciones del 21 de diciembre, que otorgaron a las candidaturas de Junts per Catalunya, Esquerra Republicana y la CUP la mayoría absoluta en el Parlament. Un resultado, 70 diputados de 135, que además estuvo acompañado de una participación en las urnas que cabe considerarla excepcional, ya que en ninguno de los comicios anteriores se había alcanzado el 80% de sufragios emitidos. Si a ello sumamos que las elecciones fueron convocadas por Mariano Rajoy, que la autonomía estaba y está, en la práctica, suspendida, y, además, que el Gobierno español ha tratado por todos los medios a su alcance de impedir la repetición de la mayoría política existente en el Parlament desde 2015, el valor político del resultado alcanzado el 21-D no solo es excelente, sino que también debe ser preservado.

Hecha esta necesaria precisión y asumiendo todos -también la oposición- que es esta mayoría política la que debe gobernar Catalunya los cuatro próximos años, la clave está en cómo debe orientarse la legislatura que oficialmente se abre este miércoles en el Parlament y que debe ser lo más estable posible y dar paso, en el plazo de tiempo más corto posible, a un Govern que empiece a restablecer las políticas hoy paralizadas. Dando por sentado que la estabilidad y la duración dependen de múltiples factores, algunos internos y muchos externos. Y que, en ningún caso, será un tiempo de normalidad democrática, ya que el exilio, la prisión y los procesos judiciales acompañarán la legislatura y el Tribunal Supremo acabará incidiendo en el día a día del Govern que se constituya.

En estos momentos, Junts per Catalunya y Esquerra Republicana tienen una buena base de acuerdo en el pacto alcanzado a mediados de semana en Bruselas entre Carles Puigdemont y Marta Rovira, acompañados de Albert Batet y de Jordi Bacardit, respectivamente. En este compromiso, los republicanos asumían la presidencia del Parlament, como en la última legislatura con Carme Forcadell, y JuntsXCat, es decir, Puigdemont, recibía el apoyo de Esquerra para su investidura como president de la Generalitat.

En consecuencia, el president Puigdemont tiene los tres resortes necesarios para intentar la investidura en la Cámara catalana: la legitimidad histórica como president cesado por el artículo 155 de la Constitución, el Gobierno español y Mariano Rajoy; en segundo lugar, ser el ganador en el espacio independentista el 21-D; y, finalmente, tener el apoyo de Esquerra Republicana, lo que le garantiza -junto a la CUP- la mayoría absoluta en el Parlament. Por si hay dudas, todo ello quedará claro una vez haya un nuevo president del legislativo catalán y formalice la preceptiva ronda de conversaciones con los grupos parlamentarios.

Si eso es así, y nadie puede negar que sea así, ¿por qué Carles Puigdemont debería renunciar a acudir a la investidura e intentar llevar a cabo aquello que los catalanes con su voto han mandatado?

Es obvio que es una investidura incierta. Si Puigdemont vuelve a Barcelona será inmediatamente detenido y si utiliza cualquier otra fórmula será, probablemente, desestimada, quizás incluso por los letrados del Parlament. Además, gravitarán, quien sabe, otros impedimentos no menores: desde un pronunciamiento del Tribunal Constitucional prohibiendo la celebración del pleno o anulando los acuerdos adoptados por el Parlament, hasta una hipotética negativa del jefe del Estado a sancionar el nombramiento.

Pero esto es, hoy por hoy, poner puertas al campo y dar por seguro algo que aún no ha pasado y que, por ahora, forma parte tan solo de lo que hemos oído en declaraciones públicas. Cuando se inicie la investidura, habrá elementos reales y no solo declaraciones interesadas y, en muchos casos, tendentes únicamente a ejercer una determinada presión.

Dos últimas reflexiones: el auto del juez del Tribunal Supremo Pablo Llarena denegando a Oriol Junqueras su petición de abandonar provisionalmente la prisión de Estremera para acudir a la sesión de apertura de la duodécima legislatura y a la elección del nuevo president del Parlament y más adelante a la sesión de investidura, acogiéndose a un derecho que le reconoce explícitamente la Constitución y que tiene precedentes en el caso de un parlamentario de Herri Batasuna vinculado a ETA, es, en el terreno de los gestos, más importante de lo que parece: refleja que no va a haber ningún tipo de tregua judicial.

Al independentismo catalán se le aplicará legislación pensada para la lucha antiterrorista, las manifestaciones pacíficas del 11 de septiembre acabarán siendo una inaceptable presión al Estado y, como se ha visto, la policía culpará a los Mossos de la violencia del 1 de octubre por su inacción. Un relato lleno de fake news basado en una mentira tras otra. Además, puesta en marcha la maquinaria judicial no hay que contar con cambios bruscos. El caso de Junqueras es extensible a los otros dos diputados presos, Jordi Sánchez y Joaquim Forn.

En consecuencia, hay que pensar en un juicio en el Tribunal Supremo a todos los líderes políticos -miembros del Govern y responsables de los partidos independentistas- y también de las dos asociaciones más representativas del independentismo, la ANC y Òmnium, en el plazo de un año.

La segunda reflexión: en el nuevo Govern no deben adoptarse a priori restricciones que afecten a aquellos integrantes con procesos judiciales. La situación es suficientemente anómala como para que cada caso sea analizado individualmente a partir de la situación personal, la cohesión del nuevo Govern, la experiencia a aportar y el conocimiento del área a desempeñar. En todo caso, es obvio, el juicio y la posterior sentencia, si fuera condenatoria, obligarían a efectuar cambios. Pero eso tampoco está hoy en la agenda.