Este martes empezará en Madrid en el Tribunal Supremo el juicio al procés por los hechos acaecidos ante la conselleria d'Economia del 20 de septiembre de 2017, el referéndum del 1 de octubre y la declaración de independencia del 27-O en el Parlament y por los que la Fiscalía General del Estado pide más de doscientos años de prisión a los acusados. Un juicio que sentará en el banquillo a los miembros del Govern que no emprendieron el camino del exilio, la presidenta del Parlament, Carme Forcadell, y los líderes de las entidades soberanistas Òmnium Cultural, Jordi Cuixart, y la Assemblea Nacional Catalana (ANC), Jordi Sànchez. A todos ellos les juzgará el Estado español a partir de un relato que se ha demostrado falso y que judicialmente hablando es absolutamente insostenible. Pero que era necesario para que Jordi Sànchez y Jordi Cuixart lleven ya la friolera de 483 noches en prisión; Oriol Junqueras y Quim Forn, 466; Josep Rull, Dolors Bassa, Raül Romeva y Jordi Turull, 357; y Carme Forcadell, 326.

Además de los nueve presos políticos, también se juzgará a otros tres miembros del Govern que se encuentran en libertad: Meritxell Borràs, Carles Mundó y Santi Vila. Pero más allá de los 12 acusados que se sentarán en el banquillo, es del todo evidente que es también un juicio a la democracia ya que se han vulnerado derechos fundamentales de los procesados para poder mantener un relato y se ha vulnerado flagrantemente el derecho a la defensa de los presos políticos con la inopinada privación de libertad. Es evidentemente un juicio a Catalunya y así hay que decirlo, moleste lo que moleste a los que incomoda que se formule con esta contundencia. ¿Cómo no puede ser un juicio a Catalunya cuando a quien se juzga es a la totalidad de su Govern y a la presidenta de su Parlament? En una democracia, los representantes de la soberanía popular son los que son y no es que las minorías no sean Catalunya, que también lo son. Pero la representación del país la tiene siempre su gobierno.

Si la instrucción ha estado plagada de errores ahora con la declaración de los acusados se pondrá de manifiesto que los hechos acaecidos no son objeto ni de rebelión, ni de sedición, ni de malversación. Los dos primeros delitos por ausencia de violencia y el tercero porque no ha sido probado en ninguna de las fases de instrucción. Esperamos y deseamos que el juicio se atenga a la ecuanimidad que tanto se ha llenado la boca el Tribunal Supremo aunque cueste creer que será así. En cualquier caso, se han puesto impedimentos que chocan frontalmente con estas declaraciones como, por ejemplo, no reservar sitio en la sala a los observadores internacionales que así lo habían solicitado con la infantil explicación de que el juicio ya será retransmitido por televisión.

El Estado ha tratado de quebrar el movimiento independentista con todo tipo de armas, algunas visibles y otras no tanto. Es obvio que al descabezar una generación política encarcelándola o enviándola al exilio ha jugado con una gran ventaja. Tanto es así que en muchos momentos desde el 27 de octubre el independentismo se ha embarrancado en discusiones que cuestionaban incluso la unidad en su objetivo final. No ha habido estrategia conjunta y ha faltado también táctica unitaria. Pero todo esto no ha pasado por casualidad. La persecución al independentismo llevaba aparejado una buena dosis de escarmiento. Era, a todas luces, un combate desigual. Pero pese a ello, los presos políticos llegan convencidos de que volverían a actuar igual y con ganas de expresarse directamente durante muchos meses.

La prisión no ha reducido su fuerza para romper un relato falso que solo desde la preponderancia de un estado no sujeto al rigor de una democracia plena ha podido ser propagado con absoluta impunidad. Es, seguramente, esa anómala situación la que les otorga en esta hora grave la dignidad de la que no han podido ser desposeídos porque no fueron sus carceleros quienes se la otorgaron y mucho menos quienes se la quitarán.