Las imágenes de agentes de la Guardia Civil abandonando diferentes acuartelamientos de capitales de provincias españolas -este lunes en Córdoba, Huelva y Cádiz- para desplazarse a Catalunya a impedir el referéndum del 1 de octubre son escalofriantes y deberían causar más allá del Ebro -como suele decirse- una honda preocupación. Así, hemos podido ver en estas últimas horas a cientos de agentes de la Guardia Civil y del Cuerpo Nacional de Policía despedidos por sus mandos y por una multitud, como aquellos soldados que antaño se iban a la guerra y quien sabe si volverían. Qué más da que en Catalunya no haya ningún conflicto tumultuoso que les obligue a desplazarse. Y que tampoco se necesiten más policías, ya que los Mossos se bastan y se sobran para garantizar la seguridad en Catalunya. Es tan así que el pasado mes de agosto hicieron frente al atentado terrorista más grave sufrido en España desde 2004 y en 72 horas desmantelaron el comando terrorista, formado por 12 miembros. Y lo hicieron pese al apagón a que les había sometido el Ministerio del Interior y del cual en el futuro conoceremos detalles hoy muy difíciles de explicar -y menos de justificar-, como todo lo que rodea al imán de Ripoll.

El relato ya está instalado y creen venir a poner orden porque es lo que han leído, han oído en la radio y han visto en la televisión. Es lo que les han explicado, en muchos casos, sus superiores. Como repite el vicepresident Oriol Junqueras estos días, son los máximos responsables de las fuerzas de seguridad del Estado y no los agentes los que están provocando una situación, en la práctica, cercana a un estado de excepción. Y los que les obligan a reprimir, quién sabe si en contra de su voluntad, un proceso democrático que quiere mantener las mejores relaciones con España una vez se haya votado el próximo domingo.

Pero estas imágenes de los agentes -despedidos por la multitud coreando "a por ellos, a por ellos", ¡¡en referencia a los catalanes que quieren votar!!- son también un termómetro de las bajas pasiones, pero en todo caso fiable, de la reacción que ha activado el Gobierno español en todo el territorio para tratar de aplastar la revuelta cívica que se está produciendo en Catalunya. Empieza a emerger en toda su dimensión la irresponsabilidad de la política española con una represión política, judicial y policial fuera de toda lógica. La decisión de movilizar hasta 9.000 agentes, en el mayor despliegue conocido nunca -ni cuando España tenía un grave problema de terrorismo con ETA se adoptó una medida similar-, supone, en la práctica, querer reprimir con la fuerza a una parte de la sociedad catalana que no piensa como ellos. Una parte que se ha demostrado en las urnas que es mayoritaria. ¿Alguien se cree que con todo este despliegue policial y con las medidas judiciales puestas en marcha la situación entrará en una vía de normalidad? No parece que vaya a ser así. Al contrario, el desencuentro entre Catalunya y España será irreconciliable y tendrá efectos infinitamente más devastadores que las mesas petitorias del PP contra el Estatut. Aquello fue la semilla de lo que hoy se está debatiendo en Catalunya.

Y como en aquella ocasión, una parte importante de la sociedad catalana se siente interpelada ante el atropello a su dignidad. Ya no son solo los independentistas que quieren votar el 1 de octubre. Y basta citar a un medio tan hostil con el independentismo como El País, que el pasado domingo publicaba una encuesta en la que aseguraba que el 82% de los catalanes consideraban un referéndum pactado la solución. Lo decían el 75% de los votantes del PSC, el 57% de Ciudadanos y el 49% de los electores del PP. Esa era la propuesta del Govern y la que querían cuatro de cada cinco catalanes. Frente a esta demanda de democracia, la respuesta policial y represora española no solo es decepcionante, sino que amenaza con sumir a España en un trauma del que le costará mucho recuperarse.