Ciudadanos ganó las elecciones del pasado 21–D en unas condiciones que difícilmente se volverán a repetir. Todo el unionismo convocado en masa y como en ninguna de las contiendas electorales precedentes le entregó su voto para desplazar al independentismo de las instituciones de Catalunya. En el PSC quedaron los indestructibles, que no son pocos en Catalunya, y en el PP de Albiol casi nadie. Tan pocos que ni han podido hacer grupo parlamentario.


Pese a su condición de primer partido —ni que sea por esta carambola excepcional— el grupo de Rivera y Arrimadas ni tan siquiera presentó ningún candidato a la investidura en los cinco meses que transcurrieron de las elecciones a la designación de Quim Torra como president. Es cierto que los números no le hubieran salido pero, con el tiempo, se ha comprobado que esta no era la única razón de su inhibición. El sitio de Ciudadanos realmente no está en el gobierno de las instituciones sino en el activismo contra todas ellas. No acudieron a entrevistarse con el president de la Generalitat, agitan impunemente a sus seguidores a que asalten balcones de los ayuntamientos, dan cobertura a actos violentos contra el independentismo.


Necesitan la confrontación para hacerse presentes en la vida pública catalana. Confrontación civil, confrontación lingüística o confrontación educativa. Este es su modus vivendi. Fuera de este hábitat se ahogan y son irrelevantes.


La denuncia que han presentado contra el president del Parlament, Roger Torrent, y otros tres miembros de la Mesa —Josep Costa y Eusebi Campdepadrós de Junts per Catalunya y Adriana Delgado de Esquerra Republicana— ante la Fiscalía del TSJC por la tramitación de una propuesta de la CUP que reafirmaba la declaración independentista del 9 de noviembre de 2015 va en esta dirección. Impedir la acción política del Parlament y judicializar la vida pública catalana.


Pasar de ser el partido del no al no partido. Eso es, hoy por hoy, Ciudadanos.