Pocas reuniones deben haber sido más preparadas con más intermediarios y más mensajeros entre uno y otro que la mantenida durante más de cuatro horas en Waterloo por los presidentes Carles Puigdemont y Artur Mas. Sobre el papel, un único y gran punto del orden del día: el reconocimiento mutuo del activo que cada uno aporta para organizar de una vez por todas una formación política con cara y ojos después del fiasco del PDeCAT, que nunca nadie se ha tomado en serio. La cita con las urnas del pasado 26 de mayo dejó constancia de dos cosas claramente contrapuestas.

Por un lado, el resultado en las municipales de Junts per Catalunya fue malo, sin paliativo alguno que permita una lectura diferente. Esquerra Republicana se adueñó de posiciones históricas de la antigua Convergència en muchas zonas de Catalunya y solo los alcaldes con mucho peso específico en sus municipios lograron revertir esta tendencia.

Por otro lado, ante este mal resultado electoral en las municipales, Puigdemont arrasó en las elecciones europeas, confirmando así que conserva buena parte del tirón electoral. Dicho de otra manera, los problemas residen básicamente, para estos dirigentes, en la formación política y no tanto en el candidato. Como que tanto el resultado en las municipales como en las europeas hacía un cierto tiempo que se veía venir —sobre todo el primero— la coincidencia entre los dirigentes de Junts per Catalunya de que era necesario un golpe de timón estaba muy asentada. Las municipales, en todo caso, han servido para verle las orejas al lobo y provocar una reunión que hacía mucho que tenían pendiente y que a ambos les daba una cierta pereza celebrar. Puigdemont y Mas mantienen una relación curiosa: de exquisita corrección en público, de respeto hacia el otro en privado pero de escasa interlocución desde que el primero tuvo que exiliarse en Waterloo. Nada que ver, por ejemplo, con la del president Quim Torra y Artur Mas que, en la práctica, es inexistente por decisión del primero, que no ha recogido ninguno de los ofrecimientos para reunirse con el expresident de la Generalitat.

Esa relación histórica entre Puigdemont y Mas, que no deja de ser quien escogió en enero de 2016 al primero para ocupar su puesto en la Generalitat, ha sido clave para que el encuentro de este miércoles fuera transparente, transcurriera sin reproches y los acuerdos fueran fáciles. El papel de Mas se irá definiendo, no será un primus inter pares con Puigdemont, que conserva un liderazgo incuestionable, pero tendrá la auctoritas suficiente para imponer determinadas decisiones muy centradas en el partido pero no exclusivamente en Junts per Catalunya y una interlocución puertas afuera para la que no es necesario tener un cargo determinado. Es obvio que el retorno de Mas, si alguna vez se fue del todo, tendrá consecuencias. Pero parece difícil, dada la complicidad que demostraron este miércoles ambos presidentes, que la hoja de ruta que han trazado no la vayan a llevar a buen término. Entre los objetivos que Puigdemont y Mas se han fijado está no perder ninguno de los activos que últimamente sa han incorporado a JxCat.

Una última cosa: aunque este movimiento tiene obviamente un componente electoral después de la victoria de ERC en las municipales, el horizonte de unos comicios en Catalunya no está a la vuelta de la esquina. Puigdemont y Mas no quieren nuevas elecciones para este año y cuentan con que Esquerra, que hasta la fecha no ha dicho lo contrario, esté de acuerdo. Gobernar en estas condiciones de pérdida de mayoría parlamentaria y falta de apoyos para aprobar cuestiones básicas como los presupuestos hacen enormemente complicado sostener una legislatura. Pero la voluntad, cuando menos, existe.