Barcelona, 7 de junio de 1640. En una especie de ceremonia ritual que se repetía, invariablemente, cada año, diez mil campesinos jornaleros esperaban acampados fuera de la muralla de Barcelona a que les contrataran para la siega. Mientras eso pasaba, en la calle Ample un magistrado de la Real Audiencia de Catalunya ordenaba la detención de un capataz que estaba negociando las condiciones económicas de sus representados. Se le acusaba de ser el autor material de la muerte de Miquel de Montrodon, la primera autoridad policial de Catalunya, asesinado cinco semanas antes (30 de abril) en el levantamiento armado popular de Santa Coloma de Farners (Selva). Aquella detención encendería la chispa del Corpus de Sangre. Durante las horas inmediatamente posteriores, las masas populares se entregarían al saqueo de los palacios de la oligarquía colaboracionista. Las tropas castellanas dispararían contra la multitud y la masa contestaría. Y antes de que el sol se pusiera, el virrey hispánico Santa Coloma sería despeñado por los acantilados de Montjuïc.

De revolución social a revolución nacional

La festividad del Corpus de Sangre fue el inicio de una revolución social que en el transcurso de solo unas horas derivaría en una revolución nacional. Aquella explosión de violencia ha sido sobradamente explicada. Pero en cambio, lo que pasó a continuación ha quedado recluido en el corpus de la historiográfica académica. Entre el 7 de junio de 1640 —festividad del Corpus de Sangre— y el 16 de enero de 1641 —proclamación de la I República Catalana— ocurrieron muchas cosas. Durante aquellos siete meses, el país transitó de una situación de ocupación militar y de revolución larvada a la de guerra declarada y república proclamada. Pau Claris, presidente de la Generalitat desde 1638, se convertiría en la figura más destacada de aquel paréntesis temporal y su dirección política marcaría decisivamente el desarrollo de la crisis y del conflicto. A lo largo de siete meses trepidantes, Catalunya rompió relaciones con Madrid, firmó un tratado internacional con París y se constituyó en una república soberana.

Un virrey conciliador

Después de los hechos del Corpus, el conde-duque de Olivares, ministro plenipotenciario del rey hispánico Felipe IV, atemorizado por el cariz de los acontecimientos, contestó con una oferta conciliadora. Cuando menos, aparentemente. Nombró virrey a Enrique d'Aragón-Cardona-Córdoba y Enríquez de Cabrera, que ya había ocupado el cargo al inicio de la crisis (1630-1632). Aragón-Cardona llegó con la misión de apaciguar los ánimos y negociar una salida con las instituciones del país. Y la primera medida que dictó fue la de destituir —e incluso encarcelar preventivamente— a algunos de los elementos más destacados de la trama de corrupción política, de especulación con los alimentos y de represión contra la población que, durante años, había sido la divisa de la oficina del virrey hispánico en Catalunya. La suerte, sin embargo, no le fue favorable y cinco semanas después moría a causa de una enfermedad que arrastraba desde antes de su nombramiento. En el interregno su viuda se encargaría de poner de relieve la verdadera intención de Olivares.

Mapa de Catalunya. Taller de cartografía de Jans Vriens. Amsterdam (1608) / Institut Català de Cartografía

Otro virrey conciliador

De la viuda de Aragón-Cardona, la aristócrata latifundista castellana Catalina Fernández de Córdoba-Figueroa y Enríquez de Ribera, algunas fuentes dibujan un perfil político continuista con la estrategia conciliadora del virrey, mientras otros destacan los permanentes enfrentamientos con la Generalitat a causa de sus intentos de rehabilitar a los elementos de la trama de corrupción, especulación y represión del virrey Santa Coloma. Sea como sea, Olivares respondió nombrando a otro perfil conciliador, el castellano García Gil de Manrique y Maldonado, que hacía catorce años que estaba en Catalunya, que hablaba catalán, que era obispo de Barcelona y rector de la Universidad de Barcelona, y que había sido presidente de la Generalitat en el bienio 1632-1634. Durante el ejercicio del cargo, Gil de Manrique se había enfrentado repetidamente con el virrey hispánico Fernando de Habsburgo (hermano del rey Felipe IV) y con la Inquisición en defensa de las instituciones del país. Un currículum que, paradójicamente, en aquel momento le valdría la confianza de Olivares.

El conde duque de Olivares / Museo del Prado

El doble moral de Olivares

Pero las clases dirigentes del país ya habían marcado un rumbo que no tenía Madrid como puerto de destino. Entre 1627 y 1640 habían pasado muchas cosas. Catalunya había sido literalmente arrasada por la crisis económica, provocada por la especulación alimenticia; la crisis social, provocada por la ocupación militar castellana, y la crisis política provocada por los ataques contra la soberanía del Principat. Entre las clases dirigentes catalanas, la figura de Olivares y la del rey Felipe IV habían perdido todo el crédito político. Y los hechos de Tortosa no harían más revelar la doble moral de Olivares, a la vez que confirmarían esta desconfianza. El mismo día en que Aragón-Cardona moría en Barcelona, Olivares ordenaba el la ocupación militar de Tortosa y la ejecución de todas las personas que, en los días posteriores al Corpus de Sangre barcelonés, se habían manifestado públicamente favorables al posicionamiento de la Generalitat. La masacre de Tortosa revelaría la verdadera intención de Olivares.

La crisis hispánica

La crisis de 1640 fue la más grave de la monarquía hispánica de los Habsburgo. El Corpus de Sangre catalán fue, también, la chispa que encendió las crisis de Nápoles, Portugal y Andalucía. Simultáneamente al Corpus de Sangre, en Nápoles una revolución social calcinaba los palacios de la oligarquía prohispánica con sus propietarios en su interior. Solo seis meses después, la aristocracia portuguesa proclamaba la restauración de la corona con Juan de Braganza y María Luisa de Guzmán (curiosamente, una sobrina de Olivares). Y, un año más tarde, Gaspar Alonso Pérez de Guzmán, duque de Medina-Sidonia, y Francisco Manuel Silvestre de Guzmán, marqués de Ayamonte (y también, curiosamente, parientes de Olivares) urdían un complot con el objetivo de convertir Andalucía en un reino independiente. Estos datos son muy importantes para entender qué pasaría en Catalunya durante aquellos siete meses entre el Corpus de Sangre y la proclamación de la república, e, incluso, posteriormente.

El cardenal Richelieu / Museo de Bellas Artes de Estrasburgo

Fuera las caretas

Con este paisaje es muy revelador que Felipe IV y Olivares priorizaran la operación Catalunya a la de Nápoles, o incluso a las maniobras conspirativas que se urdían en Lisboa o en Sevilla. Olivares, molesto por la desconfianza que le mostraban los dirigentes catalanes, o quizás porque no tenía a ningún pariente situado en la cancillería de Barcelona, destituyó al conciliador Gil de Manrique y nombró (julio de 1640) a Pedro Fajardo de Zúñiga y Requesens, marqués de Los Vélez, un halcón del régimen y un perverso sanguinario. Y lo puso al frente del ejército que esperaba en Cartagena para ser embarcado hacia Nápoles. Los Vélez sería el responsable de la masacre de Tortosa y, después, de las de L'Hospitalet de l'Infant, Cambrils, Constantí, Tarragona, Torredembarra y Martorell. Más de 5.000 víctimas civiles, desde julio de 1640 hasta enero de 1641, en su siniestro recorrido hasta las puertas de Barcelona. Los Vélez era la otra cara de la misiva que Felip IV y Olivares dirigían al Principat por los hechos del Corpus de Sangre.

La ofensiva hispánica antiindependentista

Con el reguero de sangre que Los Vélez iba dejando a su paso hacia Barcelona, la Generalitat, falta de suficientes fuerzas militares para hacer frente a aquel ejército colosal, no tuvo otro remedio que buscar un pacto con la monarquía francesa. Este punto es muy importante, porque revela que la respuesta violenta hispánica precedió a los Pactos de Ceret (entre Catalunya y Francia) y no a la inversa, como había sostenido tradicionalmente cierta historiografía española. Dicho de otro modo, la campaña militar de Los Vélez pretendía liquidar el proyecto independentista de Pau Claris, y no expulsar a los franceses de Catalunya. El 7 de septiembre de 1640, cinco semanas después de la masacre de Tortosa, los comisionados de la Generalitat, Ramon de Guimerà y Francesc de Vilaplana (sobrino de Pau Claris), se reunían en Ceret (Vallespir, Catalunya Nord) con el comisionado francés Bernard du Plessis-Besançon (sobrino del cardenal Richelieu, ministro plenipotenciario de Francia).

Mapa de Francia. Taller cartográfico de de Nicolas Sanson (1645) / Biblioteca Nacional de Francia

Los acuerdos catalanofranceses

Los acuerdos de Ceret fueron una apuesta personal del presidente Claris. Guimerà y Vilaplana firmaron un tratado internacional tres días antes de que la Junta de Braços —el equivalente al Parlament— aprobara iniciar negociaciones con Francia (10 de septiembre de 1640). Lo que no le restaba legitimidad, porque la figura del presidente tenía atribuidos poderes extraordinarios en situaciones extraordinarias. El acierto o no del presidente Claris se demostraría sobradamente cuando aquel tratado alcanzó tanta dimensión política como militar. La monarquía francesa, que se preparaba para relevar a la hispánica en el liderazgo continental, reconocía Catalunya como una república independiente, pero que gravitaba en la órbita política de París. En este punto hay que aclarar que el concepto república en la época no tenía el mismo significado que en la actualidad y se refería a un régimen político pseudodemocrático gobernado por las elites mercantiles. En contrapartida, Catalunya recibía el compromiso de ayuda militar francesa para repeler la agresión militar hispánica.

Mapa de Europa. Taller cartográfico de Jean Blaeu (1650) / Archivo de El Nacional

La república

Barcelona, 17 de enero de 1641. La Junta de Braços hacía efectiva la voluntad política de las clases rectoras del país y proclamaba la República catalana. Siete días más tarde, el ejército catalanofrancés sufría una derrota muy inquietante en Martorell. Y la Junta de Braços, forzada por los acontecimientos, se veía obligada a ceder a las presiones francesas, presiones o chantaje. Renunciaba al proyecto republicano y aceptaba —con el olor de la pólvora hispánica suspendida sobre el cielo de Barcelona— devolver Catalunya al status histórico de Principat. Con la particularidad de que la dignidad condal volvía, paradójicamente, a la cabeza de un descendiente de Carlomagno. Reveladoramente, tres días después (26 de enero de 1641), el ejercido catalanofrancés infligía una derrota clamorosa a Los Vélez al pie de la montaña de Montjuïc. Una batalla decisiva que revelaría la imposibilidad de mantener el proyecto republicano catalán, que marcaría el final de la carrera militar de Los Vélez y el principio del final de la carrera política de Olivares, y que se saldaría con la liquidación de la flor y nata del ejército hispánico.

Imagen principal: Retrato moderno de Pau Claris / Arxiu d'El Nacional