Nunca dejará de llamarme la atención el entusiasmo incondicional que despiertan las nevadas. Supongo que la nieve debe generar en muchos de nosotros la misma excitación que la playa provoca en las familias que no ven nunca el mar. Yo he vivido toda la vida en la costa y soy incapaz de recordar la primera vez que toqué la arena de la playa o me tragué agua salada. En cambio, puedo reconstruir con un cierto detalle mi primer contacto con la nieve.

Cuando tenía cinco años, en el último curso de preescolar, el colegio organizó un viaje a la estación de la Molina. Los padres me compraron unas medias de lana negra y un mono impermeable de color rojo que después me puse muchas veces y que todavía pudo ser aprovechado por alguna hermana. Las botas de agua que entonces llevaban eran azules y, hasta que no me crecieron los pies, dieron a los días de lluvia un cariz especial que no han tenido nunca más.

El autocar nos esperaba delante del patio de la escuela, en el mismo sitio que nos recogía cada tarde para llevarnos a casa, en la avenida Tibidabo. El conductor, que se llamaba Paco, estaba extrañamente contento. Los días de cada día conducía un autocar cutre, que olía a foie gras y a bencina. Aquella mañana, enfilado en la proa de un vehículo más moderno y confortable, parecía otro hombre. Nadie habría dicho que era capaz de estirar la oreja de una criatura como si quisiera desengancharla de su cabeza.

Cuando faltaba poco para llegar al hotel, el autocar se detuvo y las maestras nos propusieron bajar a tocar la nieve. El autocar tenía tres puertas de acceso y, si recuerdo bien que salí por la del medio, es por la intensidad con que viví aquel momento. Las escaleras del vehículo eran muy altas y, entre la impaciencia que llevaba acumulada y la rigidez de astronauta que me daba el mono de esquiar, suerte tuve de los reflejos de una profesora, para no chafarme la nariz.

Enseguida vi que hacer un muñeco de nieve no era tan fácil como sugerían las canciones y los libros, o los dibujos animados de la televisión. Organizamos dos bandos para hacer una guerra de bolas de nieve y también comprobé que no hacía mucha gracia que te tiraran una en la cara. Notar el efecto de mi peso sobre el suelo nevado me proporcionaba este placer que da a los niños descubrir su poder sobre el mundo físico, pero no tardé en darme cuenta de que si te caías te podías hacer el mismo daño que en el patio de la escuela.

Del viaje, casi sólo recuerdo aquel momento, no sabría decir nada del hotel donde  estuvimos, ni cuántos días fuimos. Recuerdo la impresión que me dieron las ramas de los abetos, que parecían adornadas con pequeños cojines de plumas, y la decepción que tuve con los trineos. En los dibujos de la Heidi, Pedro y el abuelito iban por los Alpes con unos trineos de madera que corrían como si fueran motos. Los maestros nos repartieron unos plásticos para que deslizáramos por un triste pendiente y las carreras que hicimos fueron decepcionantes, comparadas con las competiciones que hacíamos con ruedas de camión en el patio del colegio.

Me parece que aquel día empecé a comprender la fuerza que los tópicos dan a la gente para prescindir de la experiencia y disfrutar —o hacer creer que disfrutan— de situaciones objetivamente incómodas. Después vino la adolescencia y la manía de los amigos para esquiar. En un teleférico de los Alpes hice un descubrimiento que también me ha acompañado toda la vida. Los nervios me habían llevado a acumular gases a la barriga y hacía horas que a duras penas podía andar derecho. Entonces me tiré un pedote enorme y me di cuenta de que me aliviaba. Como todo el mundo tenía la nariz helada aproveché para desinflarme más. Viendo que funcionaba bajé un par o tres de pistas como si llevara un motorcillo de Vespa en el culo y, gracias a este acto tan sencillo  de independencia creativa, me lo pude pasar bien.