Hace tiempo traté a una chica que adoraba a los perros. Cuando se ponía romántica, que era casi siempre, me pedía suplicante: "Quiero que tengamos un perrito", o "quiero que vayamos en pony". A mí me ponía tierno ver aquella devoción tan grande por los animales de cuatro patas; casi me parece que me desarmaba. No obstante, como recordaba el caso de un amigo que recogió a un perro de la calle para hacer contenta a su mujer y al cabo de un mes escaso lo estaba cuidando solo, por si acaso iba dando largas.

Aunque, evidentemente, encuentro que es abyecto maltratar a las bestias, tampoco no soy de amarlas de una manera histérica o muy apasionada. De pequeño tuve unas tortugas de California ariscas y aburridas que hacían cara de funcionario viejo y fastidiado. También tuve un polluelo friolero y amarillo como una margarita, que vivía como un rey bajo una luz roja. Un día lo saqué de la caja para que corriera alegremente por el bosque y el empacho de libertad fue tan excesivo que murió intoxicado por una planta venenosa.

Otro disgusto que tuve con eso de los animales fue una vez que, en verano, cacé media docena de ranas Reina en una balsa. Las puse dentro de un tarro de cristal con agua y, cuando me llamaron a comer, las dejé en la terraza del hotel para que pudieran ver las montañas. Cuando volví, el sol había calentado el tarro con tanta rabia que las ranas flotaban en la superficie patitiesas y decoloradas, como si fueran las momias de Pompeya.

La experiencia me dice que las personas que aman a las bestias de una manera visceral a menudo han renunciado a explotar el optimismo creativo natural de la niñez, que al final es lo que hace que el mundo vaya hacia adelante. Hay excepciones, como Paul Léautaud, que se educó en un prostíbulo y vivió dos guerras mundiales. Léautaud escribió páginas deliciosas rodeado de gatos y perros que recogía de la calle. En su caso, los animales protegían su genio de las heridas que le había infringido el mundo, pero en general la preocupación por las bestias es una excusa manierista para disfrazar el narcisismo y el vacío.

Los animales están bien porque nos ponen en contacto con la autenticidad y con la inocencia de manera fácil y nos ayudan a sentirnos personas generosas sin necesidad de pensar mucho ni hacer esfuerzos relevantes. Igual que los niños pequeños, los animales son más fáciles de amar que los seres humanos porque son más transparentes y previsibles y, por lo tanto, más fáciles de embaucar y de utilizar. Las personas son complicadas y no sólo nos ponen contra nuestros límites y nuestras sombras, además tienen la costumbre de pedir explicaciones.

En un animal puedes proyectar emociones puras y decirle lo que te venga en gana. Acariciar a un perro hace bajar la presión arterial porque, a pesar de que tú dices que no lo harías, en el fondo sabes que incluso si lo abandonaras en la carretera para irte de vacaciones, él no te podría hacer daño. Paul Léautaud, que fue uno de los primeros animalistas, acabó ahogando a su mona en un barril de agua un día que le tocó demasiado los cojones. Si Léautaud que era un genio hizo eso, imaginaos qué serían capaces de hacer bajo presión algunos políticos del PP o de Podemos que van de animalistas para parecer sensibles y buenos.