La CUP se ha reafirmado en la enmienda a la totalidad a los presupuestos del Govern y ha forzado su devolución. Los presupuestos más sociales de la historia de Catalunya. Max Weber diría que la responsabilidad del político consiste en tomar decisiones que se apliquen con éxito. Alcanzar acuerdos. Y que la ética consiste en adaptar la acción a un compromiso que persigue un objetivo. Trabajar los acuerdos. Probablemente el asamblearismo es la forma más perfecta de democracia. Humboldt lo afirmó. Y este modelo es el gran activo de la CUP. La cuestión es saber si sus diputados actúan como políticos éticos en su responsabilidad pública. Una situación que plantea serias dudas en relación a la capacidad de sus diputados para hacer valer la política en mayúsculas. En un momento decisivo de la historia del país. No es un hecho nuevo.

Corría el año 1870 y el mundo había cambiado definitivamente su fisonomía. Las sociedades europeas habían basculado de unas economías agrarias a otras decididamente industriales. La Revolución Industrial había triunfado plenamente y había transformado el paisaje social. Éxodo rural, concentración urbana y aparición de una nueva clase social –el proletariado- son los grandes fenómenos que acompañan la industrialización europea. El año 1870, Barcelona se aproximaba a los 250.000 habitantes, pero con los pueblos metropolitanos superaba sobradamente los 300.000, y era la primera área urbana de la península Ibérica. En población y en producción. La sociedad barcelonesa lideraba un proyecto político y social que reivindicaba cambios en las relaciones entre fabricantes y trabajadores. Y entre Catalunya y España.

En el Estado español la situación política y social era caótica. La Revolución de 1868 –la “Gloriosa” - había provocado el exilio de los Borbones, que se repantigaban cómodamente en París. Y la entronización efímera del Saboya, un monarca de un gran nivel intelectual –a diferencia de sus predecesores- pero que se mostró incapaz de poner fin a la lacra endémica del caciquismo agrario, de la explotación industrial y de la corrupción generalizada. El republicanismo, que proponía la creación de un nuevo Estado basado en la justicia social, había ganado muchos adeptos entre las clases pequeñoburguesas y obreras. Un republicanismo federalista que, también, planteaba un tipo de relación de igual a igual entre los países peninsulares y el poder central. En las elecciones generales de 1869, en Catalunya los federalistas obtuvieron 28 de los 37 diputados posibles. Y en las municipales de 1870, en Barcelona 30 de los 47 concejales posibles.

Corrientes federalistas

Pero el republicanismo federalista, en Catalunya, no era un corpus homogéneo. Integraba cuatro corrientes ideológicas. Federales llamados “intransigentes” que aspiraban a la independencia de Catalunya para construir –posteriormente- una federación de Estados ibéricos que incluyera también Portugal. Federales llamados “benévolos”, partidarios de construir la federación desde el poder central, evitando la independencia previa de cualquier territorio peninsular. Y además, había el obrerismo reivindicativo –próximo a las tesis de los independentistas- y el revolucionario, que progresivamente se inclinaba hacia el anarquismo y que proponía la construcción de una nueva sociedad previa destrucción del Estado a través de la lucha de clases (el enfrentamiento armado con los caciques y los fabricantes prescindiendo de la política). Un batiburrillo difícil de gestionar.

En aquel conjunto, el equilibrio de fuerzas se decantaba ligeramente a favor de una pinza de independentistas y de obreristas –en sus dos vertientes- que había aislado a los moderados. Conjuntamente habían redactado leyes que impulsaban las cooperativas de consumo, las cajas de ahorro y los seguros de invalidez en el trabajo. El precedente más remoto del Estado del bienestar. Pero la facción más revolucionaria del obrerismo estaba cada vez más influida por el anarquismo que despreciaba la política y sublimaba la lucha armada. El independentismo hizo un esfuerzo por fijarlos en la arena política. L'Estado Catalán –uno de los rotativos afines al independentismo- publicó “los trabajadores solo podrán emanciparse (sic) ocupándose de las cuestiones políticas que obligan a las clases privilegiadas a respetar sus derechos”.

 

Barcelona a finales del siglo XIX. Rambla de les Flors.

A principios de 1873 los acontecimientos se precipitaron. El rey Amadeo de Saboya abdicó el 10 de febrero. Al día siguiente se proclamaba la República española –la primera- que desde el primer momento viviría las tensiones entre los unitaristas que imaginaban un Estado centralizado a la manera francesa y los federalistas inspirados en el modelo norteamericano. En Catalunya estas tensiones adquirieron un matiz diferente, y se tradujeron en un enfrentamiento intermitente entre los autonomistas y el bloque independentista-obrerista. Les unía el miedo a un resurgimiento armado del carlismo más tradicionalista y reaccionario, personificado en la Iglesia y en el campesinado más pobre. Y también el temor a las maniobras del borbonismo restauracionista, representado en la figura de la oligarquía agraria. Pero la distancia entre federalistas se incrementó progresivamente.  

El 10 de marzo la Diputación de Barcelona proclamaba el Estado autónomo catalán que tendría que ser el embrión del futuro Estado federal catalán. Y el 22 de julio, la misma Diputación proclamaba la República Federal Catalana que negociaría con el resto de países peninsulares la constitución de una Federación de Estados Ibéricos. Era el triunfo del bloque independentista-obrerista, que se había impuesto al resto de fuerzas políticas, incluso a los federalistas más moderados. Boet, figura destacada del bloque, afirmó que “la independencia de Catalunya, bajo una forma republicana, y unida con lazos federales a las demàs provincias de la península es la nueva única bandera”. En aquel momento decisivo, el obrerismo revolucionario se inclinó definitivamente hacia el anarquismo, abandonando la acción política en favor de la lucha armada.

Y el triunfo de los independentistas se tiñó de provisionalidad. Los revolucionarios torpedearon todas las políticas del bloque. E inutilizaron toda la acción política. La sociedad quedó perpleja. Y se extendió la sospecha fundada que los jesuitas –el brazo ideológico del carlismo reaccionario y tradicionalista- se habían infiltrado en las asambleas de los obreros revolucionarios. Y que controlaban su acción con un discurso que incitaba a la violencia. La prensa de la época (El Independiente, La Independència) probó la existencia de estos elementos que tenían el propósito crear un estado de caos que impulsara el retorno al viejo orden. El desconcierto en Catalunya rápidamente se propagó por todo el Estado. Catalunya, entonces como ahora, era una pieza clave en el tablero político.

Y los republicanos unitaristas de Castilla y de Andalucía encontraron rápidamente el apoyo de los monárquicos borbonistas, y -paradójicamente- de los carlistas tradicionalistas que siempre habían defendido una España señorial, pero foral. Finalmente, cuatro meses más tarde, el general Pavía –con el apoyo de toda la clase política de Madrid- llevaba a cabo un “pronunciamiento” –que es lo mismo que decir un golpe de Estado- para volver a una situación de orden. El objetivo de los jesuitas. En definitiva para retornar a la España atávica y eterna dominada por el caciquismo, la explotación y la corrupción. Ponía fin a un sueño –un gran proyecto político y social- que habría cambiado definitivamente, y para siempre, la historia del conjunto de países que forman la península Ibérica. Hace 143 años.

(Imagen exterior: aspecto de Barcelona a finales del siglo XIX)