La mejor escena de la película Stefan Zweig: Farewell to Europe llega hacia el final, cuando el escritor austríaco rompe el protocolo y se pone a gatas para jugar con un Fox Terrier que le regalan unos admiradores el día de su cumpleaños. Poco después aparece muerto al lado de su segunda mujer en una habitación sórdida de Petrópolis. En la nota de suicidio, Zweig se deshace en elogios por el Brasil, el país que lo acogió en los últimos años de vida.

La película, que transcurre entre Brasil y Nueva York en pleno auge del nazismo, es lenta, no responde a la pregunta que todo el mundo se acaba haciendo sobre su vida: ¿Por qué se suicidó? Saliendo del cine, un amigo me decía que se suicidó porque cambió de mujer. "La primera era fuerte y lo conocía: no le habría permitido nunca suicidarse. La segunda era un papel secante: había sido su secretaría y no tenía energía para oponerse a sus caprichos".

—¿Pero quieres decir que se mató por pedantería?

—Estaba obsesionado con Kleist, que también se suicidó acompañado de su señora enferma.

La teoría me hizo gracia. Es verdad que Zweig era un hombre más miedoso y frágil de lo que parecía, que vivió a través de los libros y de las figuras de la historia para contener los impulsos naturales y filtrar el dolor de la existencia. Es curioso que uno de los escritores que han reivindicado más a los cosmopolitas españoles sea uno de los que peor resistió el hecho de marcharse de casa. Zweig se sentía a la intemperie fuera del confort de su mundo pequeño y provinciano de rituales y relaciones pautadas.

La película tiene momentos que parecen una burla al éxito internacional del escritor cosmopolita. Alejado de su país, el autor de El mundo de ayer acaba convertido en un mono de feria que todo el día va arriba y abajo, indefenso ante las amables exigencias de sus admiradores. A pesar de los elogios que hizo, Brasil aparece como un país caótico y vital, con una idea de la libertad demasiado espontánea para que un hombre contrahecho como Zweig se pudiera adaptar.

Me parece que si Zweig se acabó suicidando es porque no fue capaz de elaborar un pensamiento capaz de mantenerlo fresco y alegre más allá de su contexto pequeño. En sus mejores obras las frases llegan alto y caen siempre derechas. La épica se presenta tan estilizada que parece sacada de un cuento infantil o de una película de Hollywood. Sin embargo en sus libros no hay ninguna idea peligrosa, ninguna página que llegue al fondo de nada, que despierte el lector de sus sueños de hamburguesería.

Hijo de una familia judía acomodada de Viena, en los libros de Zweig se nota que el escritor rehuyó el conflicto con su mundo hasta desdibujarse en las ideas más convencionales. Su fachada de perfección encarnaba el mecanismo de defensa de una sociedad que se hundía en secreto, atemorizada por un mundo exterior cada vez más agresivo. Hay una biografía de Oliver Matuschek que describe la mentalidad de coleccionista del escritor austríaco y su relación mezquina y casi asexuada con el amor; como renunció al placer de los afectos personales intensos a cambio de placeres fríos y mundanos.

Zweig siempre amó desde el miedo y el sentimiento de culpa. Su novela más sincera es La impaciencia del corazón, una obra que explica el daño que puede hacer una capacidad fuerte de amar, desviada por las presiones reales o ficticias del entorno, y una mezcla de moralismo y pragmatismo mal entendido. Como pasa con la Catalunya convergente, o con los personajes de las novelas de James Salter, el escritor murió aplastado por el peso de la fachada él mismo se había convertido en adicto.

En los años de la Guerra Fría, los americanos también tenían que ser perfectos porque su modelo de sociedad tenía que competir con el ideal comunista. Como pasaba en la Viena judía de Zweig o como pasa en la Catalunya amedrentada por España, en la América de Salter todo tenía que ser inmaculado de puertas afuera, aunque de puertas adentro las pequeñas cobardías fueran hundiendo las relaciones y nadie tuviera capacidad de maniobra para descubrir qué significa vivir feliz y en paz con uno mismo.

Salter es bueno porque, a diferencia de Zweig, es muy superior a los personajes de sus libros, figuritas de belén que han perdido la capacidad de existir por ellas mismas. A mí me gusta ver cómo las tortura sin compasión con un sentido épico de la existencia que a menudo es interpretado de manera frívola o autojustificativa desde el pesimismo. Salter también habría matado a Zweig en Brasil. No deja de tener gracia que ahora se haya puesto de moda en Catalunya, el país de la Marató, de la revolución de las sonrisas y del amor como solución para todo.