Viernes fuimos a Sitges a ver la exposición Ramon Casas: la modernidad anhelada. Aunque el arroz que nos comimos al salir estaba bien, y la mesa no podía ser más perfecta, el día ya era redondo cuando salimos del Museo de Maricel con el recuerdo fresco de las pinturas de Casas. Al lado de las señoras que pintaba el buen amigo de Rusiñol, ¿qué importancia tiene un arroz de marisco, por más que esté bien cocinado?

Hace unos años leí una crítica en El País, de un tal Josep Casamartina, que se titulaba El harén de Ramon Casas. Todavía se puede encontrar por Internet. La hemeroteca va bien para entender de dónde venimos, y como se ha maltratado el modernismo. El comunismo de los hijos de papá nacidos en el franquismo ha extendido tanta pedantería y resentimiento que no sé cuánto tiempo tardaremos en recuperarnos.

Cuando estudiaba en la Universidad, Casas pasaba por ser un pintor menor que se había estropeado por culpa de la burguesía catalana y de la buena vida. Un país es un sentido del gusto defendido por un ejército y, sin cañones, el modernismo era demasiado sofisticado para no acabar reducido a la caricatura. Como otros expertos, Casamartina aseguraba que, una vez dejó París, Casas convirtió la figura femenina en un cliché banal digno de aparecer en una caja de cerillas.

En realidad es al contrario. Casas molesta porque es un Toulouse-Lautrec sin silla de ruedas, un Fragonard que no pintaba pensando que al día siguiente tendría que doblarse ante un aristócrata o un rey absoluto. Igual que el Ampurdán y los grandes creadores, Casas resiste todas las putadas que le hagas. Aunque trabajó con pocas modelos, su retrato de la sensibilidad femenina es tan rico que todavía nos ayuda a entender las contradicciones de la vida moderna.

La exposición de Sitges me recordó una muestra que vi en Amsterdam en el 2007, precisamente el mismo año que Casamartina escribió su artículo. Se titulaba Barcelona 1900 y todavía guardo el catálogo en mi dormitorio para no olvidar el impacto que me produjo y de qué idea de civilización beben mis libros. Los holandeses, que no tienen nuestros prejuicios, escogieron para ilustrarlo una mujer de Casas entonada por la fiesta y el champán.

Pretender que Casas era un simple cronista de época, es como vender que Josep Pla era un campesino con boina que escribía en castellano porque quería. Casas era un hombre viajado e intuyó que los problemas del futuro vendrían más del bienestar que de la pobreza. Aunque no se apartó nunca del arte figurativo, entendió que la modernidad tenía que ver con la sofisticación de los placeres y los sentimientos, más que con el hecho de morirse de hambre.

Justamente porque entendía que los anhelos de la modernidad se jugaban más allá de la tecnología y de las modas expresivas, supo representar el futuro a través de una bicicleta. Cuando retrata a las mujeres al lado de un coche las pinta sutilmente más arrogantes y masculinizadas. Cuando las pinta estiradas u ociosas, insinúa siempre una emoción, un pensamiento o una historia. Cuando trata el folklorismo español, enfatiza el bigote mejicano de algunas señoras.

Aunque retrate su fragilidad, Casas no utiliza nunca a la mujer para dar pena, ni la trata como un objeto decorativo o como un animal de compañía inofensivo que necesita protección o ser tratada con condescendencia. Las mujeres de Casas tienen personalidad y vida propia, y sirven para explicar el mundo.

En sus desnudos, la lujuria y las palpitaciones felinas de la carne emergen sutilmente pero sin prejuicios. De su señora mismo, casi 30 años más joven que él, hizo retratos tan verdaderos que, mientras los miraba, pensaba si hoy no le habrían puesto una denuncia, en la comisaría o en la prensa.

Casas no tenía la imaginación goiesca de Anglada Camarasa, ni la sensibilidad dolorosa de Nonell, ni la ferocidad colorista de Joaquín Mir. Se lo ha despreciado porque se contenía dentro de una forma clásica, pero tiene una delicadeza, una intensidad psicológica y una capacidad de síntesis que sólo en un país infectado de obscurantismo se puede confundir con la superficialidad.