Caitlin Doughty se tanatopractora (maquilladora y embalsamadora de cadáveres) en una funeraria. Pero no está nada de acuerdo con el tratamiento que se suele dar a los muertos en Estados Unidos y por eso forma parte del colectivo The Order of Good Death. Considera que hay mejores formas de relacionarse con la muerte y que en diferentes culturas tienen prácticas más correctas y más agradables, para el muerto y para los vivos. Doughty ha querido viajar por el mundo con el fin de documentarse sobre como tratan la muerte en diferentes culturas del mundo en la actualidad. Y fruto de este viaje ha publicado el libro De aquí a la eternidad. Una vuelta al mundo en busca de la buena muerte (ed. Capitán Swing). El libro cuenta con ilustraciones de Landis Blair, un artista de cómics norteamericano.

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Ilustración de Landis Blair.

Sin ir demasiado lejos

Doughty está muy interesada en las prácticas tradicionales de culto a los muertos... Cree que nos pueden sugerir formas diferentes de relacionarnos con la muerte. Por eso, la autora de De aquí a la eternidad conoce algunos de los rituales más extraños de culto a los muertos, como la celebración anual de la Famadihana de Madagascar, en que los cadáveres de los muertos son sacados de sus tumbas por sus familiares, son limpiados, comparten la jornada con los vivos y después vuelven a ser amortajados para retornar a la tumba...Pero en realidad, la mayoría de las reflexiones de Doughty se refieren a prácticas mucho más comunes, porque más que describir rituales exóticos, la autora busca referentes que puedan ser útiles a nuestras sociedades. No obstante, no puede evitar incluir algunos ceremoniales plenamente vigentes en sociedades industriales, como el kotsuage, el ritual japonés en que los parientes del muerto introducen con unas pinzas los fragmentos de hueso del muerto en una urna funeraria. O las ñañitas, las calaveras que algunos bolivianos veneran, adornadas con sombreros, gafas de sol y cigarrillos.

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Ilustración de Landis Blair.

Los catalanes no somos tan normales

Doughty ha pasado también por Catalunya, y ha visitado a fondo el tanatorio de Áltima, y también el cementerio del Parc Roques Blanques. Sus comentarios, como observadora externa a nuestra cultura, obligan a replantearnos nuestra visión de la muerte, que tanto hemos naturalizado. Doughty, en primer lugar, cuestiona la misma esencia del tanatorio; argumenta en qué no hay ningún problema en tener los muertos en casa y que el mito que transmiten enfermedades es eso, un mito completamente sin fundamento. En la misma línea, se muestra sorprendida por la omnipresencia de urnas de vidrio en los tanatorios, que generan una distancia insalvable entre el muerto y los vivos. A la autora le parece muy correcto que generalmente no se embalsame a los muertos, como es habitual en Estados Unidos, y que se asuma que se pudren y vuelven a la naturaleza. Pero se pregunta, entonces, ¿porque en algunos cementerios se les pone en tumbas rodeadas de granito? Sobre los muertos catalanes, la experta en cadáveres desilusionará a más de un ingenuo. Explica que la práctica "alternativa" de ofrecer a los parientes de los muertos incinerados una bolsa con las cenizas, tierra y unas semillas, para que así el muerto perdure en la naturaleza en forma de planta, no tiene ningún efecto práctico. Los hornos locales llegan a temperaturas tan altas que destruyen por completo la materia orgánica. Que nadie se piense que después de incinerado se convertirá en flor. Para eso más le vale que se plantee ser introducido en una fosa de compost, como documenta Caitlin que lo hacen algunos en Carolina del Norte.

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Ilustración de Landis Blair.

Comparar para aprender

La idea de Doughty no es buscar costumbres escabrosas para escandalizar, sino intentar encontrar en las prácticas mortuorias de otras partes, tipo de relaciones con los muertos que nos ayuden a mejorar las que tenemos en Occidente. La autora es especialmente crítica en cómo ven la muerte los norteamericanos. Lamenta la dificultad por aceptar la muerte y advierte que eso es la causa de estas relaciones difíciles con los difuntos. Reivindica que los muertos se tienen que velar, el tiempo que haga falta, y que las cremaciones o las inhumaciones se tienen que contemplar. Doughty también critica que buena parte de los rituales funerarios están más destinados a incrementar los beneficios de las empresas funerarias, que a confortar a los parientes del muerto. Afirma que a menudo los empresarios sin escrúpulos se aprovechan del dolor y la conmoción de la familia para imponerles servicios de costes obviamente excesivos y a veces contraproducentes para el duelo familiar. Y critica, además, la profunda intolerancia de las sociedades occidentales que niegan cualquier posibilidad de enterrar a una persona (incluso a los inmigrantes) según unas costumbres que no sean las propias. Argumenta que las legislaciones funerarias enmascaran con argumentos pseudomédicos sin valor prejuicios profundamente etnocéntricos.

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Ilustración de Landis Blair.

¿Buena muerte?

Caitlin Doughty está convencida de que puede haber una buena muerte. Ya que la muerte es inevitable, apuesta por afrontarla de cara, para asumirla, y por lo tanto, argumenta que no se debe tener miedo de los muertos (en esta edición, las sorprendentes ilustraciones de Landis Blair van en esta dirección). La autora defiende que incluso los niños tienen que ver a los muertos, porque todos tenemos que morir. Afirma que hay muchos sistemas para aproximarse a la muerte: desde una pared de budas con pequeñas luces dentro (un poco kitsch), hasta convivir con los muertos en la misma cama, como lo hacen a Tana Toraja, en Indonesia. Reivindica las tradiciones funerarias ancestrales, pero no rehúye la posibilidad de incorporar cualquier nueva tecnología a la aproximación de la muerte. El aceptación de la muerte es la base de las teorías de Dughty. Sin duda, muy razonables. Sin duda, a contracorriente.

 

Imagen de portada: Ñañitas. Foto: Carlillasa.