El rey Felipe VI perdió esta semana la primera y quizás la última oportunidad que tendrá de dar un barniz de grandeza y de autenticidad a su reinado. Nacido en Madrid en 1968, poco antes de que la monarquía fuera institucionalizada por el franquismo, no ha tenido demasiada libertad para desarrollar su carácter.

El padre, el rey Juan Carlos, se tuvo que ganar a solas el respeto de Franco y de la oposición democrática, y sufrió los años del exilio cuando su familia vivía en Portugal con pocos recursos. Felipe VI fue educado para hacer el papel de rey más moderno y preparado de la historia de España y, a cambio de tenerlo todo, no se le ha permitido equivocarse ni luchar por nada.

Felipe VI es un retrato magnífico de una España acomplejada que, con el fin de no poner en peligro su unidad política, ha sufrido y se ha esforzado más por esconder sus contradicciones que por desarrollar sus virtudes. La distancia que hay entre el rey Juan Carlos y su hijo es la misma que hay entre el PP y Ciudadanos, un partido de gente satisfecha y anodina, deshumanizada por la retórica políticamente correcta.

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La falta de gracia y el poco margen de maniobra que Felipe VI ha tenido con la cuestión catalana estaba escrita en su formación. El Rey no tiene imaginación, ni sentido de la audacia y la grandeza, porque no tuvo una vida propia antes de empezar a hacer su papel. La derrota que su padre sufrió ante el Madrid de Aznar y el clima de urgencia que lo coronó han enfatizado su aspecto de monarca gris, vestido de Cortefiel.

Terrenal, y orientado hacia la tecnología y los deportes como muchos otros hombres fríos y sensibles que no desarrollaron cuando eran jóvenes el sentido de la empatía, el Rey de España parece haber puesto todas las virtudes al servicio del autocontrol. Mientras que su padre llevaba la corona con alegría, con la satisfacción que da ejercer una responsabilidad que te has buscado, Felipe VI la puerta por sentido del deber, en el fondo sin saber del todo el cual significa.

Educado para reinar en una España que no existe más allá de la imaginación de la corte madrileña y de los miedos de los burguesitos de los clubs de puros de provincias, era difícil que Felipe VI encajara el auge del independentismo mejor que su padre. Si Juan Carlos ya se enfrentó de forma grosera y maleducada, a pesar de tener amigos en el país y unas cuantas amantes catalanas, difícilmente Felipe VI podía reaccionar mejor.

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El martes Felipe VI apareció en la televisión irritado y desbordado por una realidad que a nadie lo preparó para gestionar, durante su larga y costosa educación. Licenciado en derecho a la Universidad Autónoma de Madrid, se formó en la escuela militar de Zaragoza y en la Universidad de Georgetown, después de pasar unos años en un internado de Madrid y hacer el COU en el Canadá.

El Rey sabe pilotar barcos y aviones de guerra y tiene nociones de economía y de relaciones internacionales. También debe saber alguna cosa de la flora y fauna, porque en 1996 presentó el programa de TVE La España salvaje. De lo que no creo que sepa mucha cosa es de Catalunya, que es el país que más problemas ha dado a su estirpe real.

Desde 2001 había razones de sobra para ver que si Madrid no conseguía convertir Barcelona en una ciudad de segunda, el choque se produciría tarde o temprano. Mal aconsejado por los jorobaditos que se piensan que el país es suyo, ni él ni su padre trabajaron una imagen de la monarquía que estuviera a la altura de la Europa del siglo XXI, y de una Catalunya que empezaba a perder el miedo y los complejos.

Todavía príncipe, en 2004 se casó con la periodista de TVE Letizia Ortiz. Seguía los pasos de su hermana Cristina, que se había casado con el jugador del Barça de balonmano, Iñaki Urdangarin. La boda se vendió como un gran spot de propaganda patriótica, que pretendía presentar una España interclasista donde todo era posible.

El salto populista de la Corona estallos en la cara misma de la monarquía cuando empezó la crisis económica. La estrategia de Madrid de recurrir a la corrupción para parar la fuerza del independentismo acabó tumbando el prestigio del rey Juan Carlos y su familia, que se había enriquecido con negocios oscuros igual que el resto de las élites del Estado.

El 2 de junio de 2014, en plena ebullición previa al 9-N, el rey Juan Carlos fue forzado a ceder la corona a su hijo, después de varios escándalos más o menos hinchados por la prensa. Presidente de la Fundación Princesa de Girona, Felipe VI fue entronizado cuando los apoyos que tenía en Catalunya empezaban a perder su influencia política de forma alarmante.

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Martes, después de que Catalunya celebrara un referéndum largamente esperado, que costó más de 800 heridos y muchos meses de trabajo contra los servicios de inteligencia del Estado, el Rey apareció en la televisión con un discurso que habría podido firmar cualquiera de los popes de la Transición. Con el rostro colérico y violento y los puños cerrados, amenazó a los tres millones de catalanes que habían salido votar a pesar de las porras de la policía. Además, atacó las instituciones catalanas que, con generosidad, aceptaron la monarquía después de una guerra civil y una dictadura de casi 40 años, que estuvo a punto de matar la lengua del país.

En vez de tener presente que Alfonso XIII ya se marchó de España para evitar que la proclamación de la República en Barcelona llevara a la independencia de Catalunya, leyó un discurso agresivo, intolerante y ofensivo. En Madrid, mucha gente debió sonreír viendo cómo el Rey les hacía el trabajo sucio en vez de elevarse por encima de los intereses sectarios.

Educado para ser el rey de una democracia pacifica y consolidada, Felipe VI no está preparado ni para dar apoyo a una represión cruenta contra Catalunya, ni para comprender que el pueblo catalán tiene derecho a la autodeterminación. Si se empeña en utilizar la corona para mantener la unidad política de España, al final no tendrá ni una cosa ni la otra.

En cambio, si respeta el derecho a la autodeterminación de Catalunya, será más fácil criticarlo y elogiarlo y todavía tiene alguna posibilidad de acabar sus días con la corona sobre la cabeza, representando una idea realmente auténtica, se digna y sagrada que, con el tiempo, sólo los falangistas reprobarán.