Manuela Carmena es el Tutankamón de la política española. Llegó a la alcaldía de Madrid con 70 años, después de jubilarse de la judicatura y de renunciar a la pensión para llevar una tienda sin ánimo de lucro de ropa infantil, confeccionada por marginados y por presidiarios.

Cuando los chicos de Podemos le pidieron concurrir a las municipales, hacía vida en Malasaña, el barrio más bohemio y cuqui de Madrid. Además de dedicarse a la empresa que alimentaba su tienda solidaria, Yayos emprendedores, iba en bicicleta, escribía un blog y acababa de publicar el segundo libro: Por qué las cosas pueden ser diferentes: Reflexiones de una jueza.

Entonces la corrupción era el gran tema de la política española, que buscaba un problema mayor que el independentismo para entorpecer el derecho a la autodeterminación, sin que se notara. Los jueces habían adquirido el papel de los curas en la posguerra. Después de décadas de hacer el Pepito Grillo, parecía que la historia le daba la razón a Carmena y la alcaldesa se había animado a diseñar un juego de mesa pedagógico sobre el funcionamiento de la justicia.

Nacida en 1944, cuando el nazismo se hundía y empezaba a emerger el imperio soviético, Carmena ha vivido una época perfecta para la coquetería idealista. El idealismo ha llenado toda su vida y, durante la Transición, estuvo a punto de matarla. En 1977 un grupo fascista entró en el despacho de la calle Atocha donde trabajaba y perpetró una matanza al estilo de Charlie Hebdo, cuando ella no estaba. Este episodio debió de templarle el dogmatismo y contribuir al aire humanitario y monjil que la caracteriza.

Manuela Carmena - Efe

Hija de un tendero acomodado de la Gran Vía de Madrid, Carmena se licenció en derecho en 1965 y en ese mismo año se afilió al Partido Comunista. Dos años más tarde, se casó con el hijo de un funcionario republicano en una boda oficiada por un jesuita que acabaría casándose con la duquesa de Alba. Pronto el marido se marchó a los Estados Unidos con una beca Fulbright mientras ella defendía obreros encarcelados por el régimen de Franco y cuidaba a dos criaturas.

En 1981 abandonó el PCE y cambió el oficio de abogado laboralista por la carrera judicial. Como jueza, se hizo famosa por su lucha contra la corrupción. Sus opiniones sobre la legalización de las drogas, el aborto y el terrorismo le dieron el mote de "la Visionaria". Caritativa y amistosa, aunque también una pizca arrogante, como toda la gente enérgica, Carmena se hizo un sitio como independiente en el entorno de Izquierda Unida, que la nombró vocal del Consejo del Poder Judicial.

Fundadora de Jueces por la Democracia (1983), y presidenta-relatora del Grupo de Trabajo sobre la Detención Arbitraria de la ONU, se jubiló en el 2010, después de años de ostentar la titularidad del juzgado de Política Penintenciaria Número 1 de Madrid. Aunque se le escapó algún preso por exceso de buenismo, llegó a ser una institución del progresismo madrileño, símbolo de la izquierda incorruptible, crítica con la deriva de la Transición.

Los líderes de Podemos la fueron a buscar para liderar la lista de Madrid porque formaba parte del sistema, sin haber renunciado al pasado republicano de las izquierdas españolas. Cuando toda la izquierda se había vendido o pervertido, ella todavía estaba limpia. Solo cuando ETA la puso en la lista de objetivos, aceptó subirse a un coche oficial. Si en 1986 recibió el Premio Nacional Derechos Humanos, en el 2011 todavía recibía el premio Scevola "de la Ética y la Calidad de los Profesionales del Derecho".

Manuela Carmena - Efe

Carmena era, en definitiva, una de las últimas islas de autenticidad a través de las cuales respiraba el sistema de la Transición. De entrada se mostró reacia a aceptar la oferta de liderar Ahora Madrid, creía que su tiempo ya había pasado. Finalmente quizás creyó que Iglesias necesitaba ayuda. Debió de ver un reflejo de su intransigencia juvenil, otro de estos idealistas que quieren cambiar el mundo sin pensar cambiarse antes a ellos mismos.

Ella dice que se presentó para que España no creyera que todas las mujeres políticas eran como Rita Barberá, que en las últimas municipales todavía parecía en condiciones de repetir mandato en Valéncia. El hecho es que después de 25 años consecutivos de gobierno del PP en el Ayuntamiento de Madrid, Pablo Iglesias no podía hacer la guerra generacional y la guerra ideológica al mismo tiempo.

En plena crisis, el talante individualista y populachero de Carmena encajaba con la mitología socialista de una ciudad que ha sido invisibilizada por la sombra del poder y que solo durante la República y la guerra civil emergió un poco. El hecho de que Carmena desbancara a Esperanza Aguirre, aunque fuera por los puntos y con necesidad de acuerdos, fue un choque traumático en el Madrid de los coches oficiales.

En una ciudad tan jerarquizada parecía imposible que una señora que no da mítines y que no se deja grabar por las cámaras cuando atiende a los ciudadanos pudiera ganar unos comicios. La victoria de Carmena despertó todo tipo de discursos alarmistas, pero la verdad es que Madrid va igual de bien que con el PP: la especulación inmobiliaria se desmadra, los restaurantes vuelven a estar llenos, el turismo crece. Nadie nota el comunismo, ni recuerda que la capital se quedó sin las olimpiadas.

Carmena es el comunismo folclórico que vuelve para tapar, con el discurso de la igualdad, las desigualdades entre las naciones del Estado español que han producido la crisis constitucional. Desde el punto de vista estructural es la Transición que busca en el pasado soluciones para intentar arreglar los descosidos que Catalunya ha producido en el pacto entre comunistas y franquistas para instaurar la democracia sin poner en peligro la unidad de España.

La audiencia que la alcaldesa ha concedido a Puigdemont no se puede separar del voto que el PDeCAT dio al PP para solucionar el conflicto con los estibadores de los puertos españoles. Tampoco no se puede separar de la resolución votada en el Parlament, por iniciativa de los comuns, de buscar el aval de la Comisión de Venecia, antes de celebrar el referéndum. Ni del hecho de que Sáenz de Santamaría pida ahora a Puigdemont que vaya a explicar la autodeterminación en el Congreso.

Todo forma parte de la misma dinámica histórica de dividir España entre rojos y azules para ahogar los anhelos de libertad de Catalunya. Se trata de proyectar la discusión sobre el referéndum a un nivel nuevo de confusión, que justifique a todas las partes. Superado el debate constitucionalista, ahora se prepara el terreno para que Rajoy pueda decir que si hay un aval internacional podría hablar de alguna cosa. La cuestión es que, mientras España se sigue degradando, el mundo de Carmena y el mundo de Santi Vila puedan decir que se abren nuevas posibilidades.

La alcaldesa de Madrid, que ha tenido el mérito de pasar toda la vida con la conciencia tranquila, se podría encontrar ahora puesta delante del espejo con el referéndum de septiembre. Los comunistas son unos enfermeros perfectos para los pacientes crónicos. Tienen tan interiorizada la derrota que han olvidado que los problemas se pueden resolver y que las enfermedades se pueden curar. Por eso nada los desorienta más que una solución que no sea superficial. Cuando se piensa en la edad de Rajoy y de Carmena, uno no puede evitar recordar que, al final, cada país busca su futuro en su pasado.