Félix de Azúa forma parte de una generación de intelectuales que creció y se formó en una Barcelona españolizada por la fuerza, en la cual Catalunya sobrevivía escondida en las casas particulares y en las conversaciones íntimas. Mientras nadie dijo nada, esta generación estuvo muy cómoda. Disfrutó de todas las ventajas de vivir en la ciudad más europea y antifranquista del Estado, y de todas las ventajas de ejercer de españoles de primera clase en Catalunya.

Hasta entrada la treintena, Azúa desplegó sin oposición su ego quijotesco de sabio castellano en una ciudad que él creía "perfectamente española" porque –sea dicho– nadie que disfrutara de una posición de prestigio o de poder estaba en condiciones de decirle lo contrario. Por miedo o por inconsciencia, la generación de Gabriel Ferrater y de Josep Maria Castellet vivió más sometida el franquismo que los intelectuales franceses durante la ocupación nazi. De lo contrario no se explica que alguna gente inteligente todavía crea que un Carles Riba sería posible en un país sin aspiraciones políticas.

Determinado a ser un intelectual relevante, Azúa empezó a escribir y a estudiar en la Universidad mientras Catalunya era arrinconada en las montañas y Josep Pla se hacía el payés para sobrevivir. En 1970, Castellet lo incluyó en una antología poética con Pere Gimferrer, Ana María Moix y Leopoldo Panero. El mismo año conoció a Martí de Riquer, que fue uno de los ideólogos de la folklorización de la cultura catalana y que en 2013 le cedería, al morir, la silla que ahora ocupa en la Academia de las Letras Españolas.

Felix de Azua y Mario Vargas Llosa - efe

Azúa empezó a crearse la imagen de intelectual disidente a principios de los años ochenta con un artículo titulado Barcelona es el Titanic. El artículo aseguraba que "ya todo pasa en Madrid" y comprendía la mayoría de los tópicos bienintencionados que después ha ido repitiendo durante tres décadas como una carraca. Sin que fuera su intención, pocos intelectuales habrán ayudado tanto como él a perpetuar las taras de la Catalunya pujolista y el diálogo de sordos entre Madrid y Barcelona.

Incapaz de poner los problemas en un contexto que no fuera el de la dictadura que él había vivido, el escritor se ha hartado de mentir diciendo verdades más o menos incómodas. Como no creía que el independentismo sería nunca mayoritario, se conformó con hacer de intelectual heroico ante el pujolismo. El hecho de oponerse a un gobierno autonómico, y no a todas las injusticias, lo fue desplazando a medida que el país se libraba de los complejos y los fantasmas de la dictadura.

Catedráticp de Estètica de la UPF desde 1993, Azúa ha visto como todo aquello que despreciaba de Catalunya, empezando por el modernismo y la Sagrada Familia, iba ganando categoría a medida que él se hacía viejo. Es significativo que mientras el catalán recuperaba el tono y la flexibilidad, y Barcelona restauraba las fachadas modernistas, Azúa fuera sumergiéndose en un pozo de desprecio y de melancolía cada día más oscuro.

Cuando el independentismo estalló en 2010, el autor del Diario de un hombre humillado se despidió de los lectores de El Periódico anunciando que se retiraba a los "Cuarteles de Invierno". A la hora de la verdad no ha vivido tan retirado. En el 2014 participó en un documental titulado Gente que vive fuera que insiste en la idea de que, justamente en el momento de máxima libertad de la historia de España, Catalunya ha enloquecido por culpa de la propaganda.

Hombre de una educación exiquisida que creyó que siempre sería guapo y joven, la evolución de Azúa recuerda aquel verso de Machado que dice que Castilla desprecia cuanto ignora. Verlo hablando de la "profunda enfermedad mental de los barcelonesas" en el vídeo promocional del documental dirigido por Arcadi Espada, da una idea del nivel de desprecio que el escritor necesita sostener hacia los que le llevan la contraria para aguantar sus ideas sobre Catalunya.

En 2012 Azúa explicó a la prensa que se marchaba a vivir a Madrid porque el clima independentista lo asfixiaba. Después se dijo que uno de los motivos del exilio había sido un asunto de cuernos. El mismo año su obra Contra Jeremías ganó el premio de periodismo González Ruano. Poco después el galardón tuvo que cambiar de nombre gracias a un libro de Garcia Planas que destapa las actividades antisemitas y filonazis que llevó a cabo el celebrado escritor madrileño.

Autor de una extensa obra intelectual, y miembro fundador de Ciudadanos, Azúa afirmó hace unos días que a Junts pel Sí le convendrían un par de muertos para sostener el conflicto con España. Además de pedir la suspensión de la autonomía y de insistir en el tópico que el nacionalismo es de derechas, el escritor agitaba al fantasma de la FAI, aprovechando la performance que la CUP hizo en la sede del PP con pegatinas.

Leyendo la entrevista es difícil no pensar en aquella frase de Montaigne que dice que odiamos en los otros nuestros peores defectos o en aquella otra de Churchill que decía que los fascistas del futuro se llamarían a ellos mismos antifascistas. En Madrid empiezan a decir que Azúa está obsesionado con Catalunya. Azúa representa el desengaño de una generación de intelectuales que no se preocupó nunca de las flores que pisaba y que ahora ve como una traición que amenaza a su prestigio el hecho que Catalunya no sea cómo ellos la vivieron cuando todo el mundo les reía las gracias a causa del miedo.

Si la Europa socialdemócrata que fue cómplice del exterminio de los judíos tiene una tirria irrefrenable a Israel, los hijos de la Barcelona pijoprogre no pueden soportar que el independentismo ponga en evidencia el provecho que sacaron de la dictadura. Ahora que vienen tiempos difíciles es un buen momento para recordar que el odio y el resentimiento suelen ser un fuego que se enciende para borrar las marcas de la propia culpa.