Tal día como hoy del año 1977, hace 40 años, los ciudadanos estaban convocados a las urnas en el primer ejercicio de democracia –ergo de soberanía popular– desde la Segunda República española. Se escogían las Cortes constituyentes que tenían que redactar la vigente Constitución española. Habían pasado 41 años y 4 meses desde aquel 16 de febrero de 1936, la tercera y última convocatoria de unos comicios generales. Más de 15.000 días –casi dos generaciones– separaban 1936 y 1977. Tiempo para una guerra civil (1936-1939) mortífera que tuvo todos los elementos de una guerra de limpieza ideológica. Tiempo para una larga y tenebrosa dictadura, la de Francisco Franco, que hizo retroceder la sociedad catalana y la española al siglo de las sombras, del caciquismo y de la superstición. Tiempo para forjar una cultura social, sobradamente extendida y sólidamente asentada, fundamentada sobre el terror. El miedo a pensar, el miedo a hablar, el miedo a escribir. El miedo a ir a la prisión, el miedo a perder el trabajo, el miedo a morir en la miseria. El terror que infundía la totalidad del brutal aparato represor del régimen. Un universo que iba desde las "adhesiones inquebrantables" hasta las porteras, conserjes y serenos agradecidos, pasando por los terribles cuerpos de seguridad del Estado.

ELECCIONES 15J 1977 BARCELONA EFE

Carteles electorales por el suelo y en la fachada de la Universitat de Barcelona

El 15 de junio de 1977 no fue el despertar de una larga pesadilla. Ni siquiera el despertar de una resaca de vino peleón o de anís de garrafa. Para la gran mayoría de aquella sociedad fue una cosa parecida a una extraña mezcla de miedo, de inquietud y de esperanza; como la que sienten los niños y las niñas el primer día de escuela de su vida. Y nunca más bien dicho. Los catalanes y las catalanas, de sopetón, superaban la condición de súbditos del régimen para convertirse en ciudadanos de un Estado. Sin ninguna más experiencia que las cuatro cosas que se sabían –porque se habían difundido desde el mundo cultural y político de la clandestinidad– y las cuatro cosas más que se veían por esa ventana censurada denominada televisión que, en cuentagotas, les mostraba una Europa democrática, culta, civilizada y rica. La soñada Europa que nos han robado era la antítesis del régimen franquista. La antítesis de un país gris, atávico y monolítico; de fútbol, de toros, de procesiones, de No-dos y de festivales de "coros y danzas".

Catalunya y España son dos realidades diferenciadas. Lo son hoy y lo eran en 1977, con todas las limitaciones que imponían 41 años y 4 meses de condena y aislamiento en la mazmorra más profunda y tenebrosa de la dictadura. Un simple vistazo a las candidaturas presentadas a las respectivas sociedades lo apuntan claramente. Y los resultados electorales lo confirman. Adolfo Suárez, el pretendido gran arquitecto de la "modélica" Transición, creó un partido de alcance estatal inspirado en la derecha gaullista francesa y en la democracia cristiana italiana. Pero con elementos del régimen franquista oportunamente reciclados. La Unión de Centro Democrático (UCD) se presentaba como el garante para llevar España hacia un nuevo régimen político sin derrames de sangre. Este discurso era su principal –y casi seguramente el único– activo: rompía con una larga tradición hispánica –que remontaba al siglo XVIII– y que relacionaba cambios de régimen con carnicerías humanas.

Felipe González, Alfonso Guerra y Manuel Chaves, la tríada capitolina del congreso de Suresnes (1974) habían transportado un PSOE histórico que languidecía en mil guerras internas –ideológicas y personalistas– hacia una pretendida contemporaneidad que renegaba del marxismo: Madrid bien que vale una misa, debieron pensar. Santiago Carrillo (PCE) y Manuel Fraga (AP), ubicados a la izquierda y a la derecha de socialistas y centristas –respectivamente–, completaban el cuarteto de grandes opciones estatales. Una oferta irrefutable presentada sobre el mostrador de negociaciones del cambio de régimen que se pretendía sin ruido de sables ni derrames de sangre. Suárez, González, Carrillo y Fraga, todos ellos aliados políticos de Juan Carlos I, designado sucesor por Franco a título de rey, si tuvieron un mérito, fue la habilidad sociológica y antropológica de saber leer la cultura del terror que había atenazado a la sociedad española durante la dictadura. Y saber imaginar la forma de construir una Transición que conservara el nervio ideológico del miedo. Eso de cambiar las cosas para que nada cambie.

 

Santiago Carrillo y Gregorio López Raimundo en un cartel electoral del PSUC

 

Mitin de ERC, todavía no legalizada e integrada en la coalición Esquerra Catalana-Front Electoral Democràtico

En cambio, en Catalunya surgieron –o resurgieron– opciones políticas profundamente arraigadas con la historia y la sociedad catalana. Al margen de los partidos de obediencia estatal, Jordi Pujol encabezó el Pacte Democràtic per Catalunya, una coalición que agrupaba Convergència, el PSC, el Reagrupament socialista de Josep Pallach, entonces ya difunto; la Esquerra Democràtica (EDC) de Ramon Trias Fargas y el Front Nacional de Catalunya de Josep Andreu i Abelló. Y que se presentaba con la reivindicación prioritaria del autogobierno de Catalunya. Un detalle importantísimo –que en ningún caso se puede obviar– que marca las profundas diferencias –de intereses y de objetivos– entre las sociedades catalana y española. En la oferta electoral catalana figuraba, también con el mismo objetivo prioritario, la coalición Esquerra de Catalunya-Front Electoral Democràtic, que agrupaba a Esquerra Republicana –todavía ilegal, a diferencia del PCE–, el Partit del Treball y Estat Català. Una dualidad de ofertas –la estatal y la catalana– que explica la fragmentación tradicional –y democráticamente saludable– del Parlament de Catalunya.

El presidente del Gobierno español y líder de la UCD, Adolfo Suárez, con Carles Sentís y otros miembros de los centristas en Catalunya

Los resultados –la madre de los huevos– pusieron de relieve esta dualidad, tan soberanamente incómoda para los poderes políticos y económicos españoles. Los resultados en el Estado, a nivel global, le dieron una victoria ajustada a la UCD, que con 6.310.391 votos (el 34,44%) y 166 diputados se legitimaba para gobernar en minoría. La suma de votos centristas y de Alianza Popular –el partido de Fraga, que obtuvo poco más de un millón y medio votos y 16 diputados– dibujaban un escenario sociológico e ideológico escorado claramente hacia la derecha y con una importante participación de elementos reciclados del régimen franquista situados en lugares estratégicos del poder. "La reserva espiritual de Occidente" del franquismo sociológico más duro y más caciquil, con la imprimación del barniz de modernidad y de aperturismo que, desde la izquierda, representaba el PSOE, con 5,3 millones de votos y 118 diputados. El PSOE de González que arrinconó al PCE de Carrillo –la fuerza más activa durante la posguerra en la clandestinidad– a una discreta posición, con 1,7 millones de votos y 20 diputados.

En Catalunya en cambio, ganaron claramente las izquierdas y el catalanismo. A las antípodas de España. Por circunscripciones electorales, los socialistas catalanes liderados por Joan Reventós –el PSC (Congreso) y la Federación Catalana del PSOE– se impusieron en el cómputo global con la victoria en la demarcación de Barcelona. El Pacte Democràtic lo hizo en Girona y en Lleida. Y los Centristas de Catalunya –una sucursal política sin ningún tipo de poder ni de influencia de la UCD– lo hizo en Tarragona, pero a muy poca distancia –centenares de votos– del Pacte Democràtic y del PSUC. En conjunto: PSC, 15; Pacte Democràtic (CDC), 11; UCD, 9; PSUC, 8; Unión del Centro y la Democracia Cristiana de Catalunya, 2; Esquerra Catalana, 1; y Alianza Popular, 1. Aquel día que fuimos a la escuela. O volvimos después de 41 años y 4 meses.

Joan Reventós, líder de la candidatura del PSC (C) y el PSOE que ganó las elecciones del 15-J, durante la noche electoral