La victoria de Donald Trump contra buena parte del aparato republicano, y la configuración del gobierno de Rajoy, al servicio de su gloria personal, son dos expresiones del mal momento que pasan los partidos políticos. Mientras la hegemonía de Occidente fue estable, los partidos jugaron un papel de intermediario entre la estructura conservadora del Estado y las ganas de hacer cosas de la gente.

A medida que las viejas ideologías han entrado en crisis, los partidos han dejado de canalizar el dinamismo de la sociedad y más bien parece que se hayan convertido en una especie de Manolo del bombo del poder. No es causalidad que los fenómenos que más han marcado últimamente la política española hayan empezado todos fuera de los partidos.

La insistencia con que algunos políticos hablan del populismo es sospechosamente proporcional a la capacidad que sus organizaciones han demostrado a la hora de castrar sus opiniones, su talento y su honestidad intelectual. El histrionismo de Trump, de Boris Johnson, de Rufian, o de la CUP, en buena parte, son el resultado de la fuerza que hace falta para atravesar la espesa telaraña de prejuicios que han tejido los discursos partidistas.

Trump puede ser histriónico e insultante, pero también lo pueden ser muchos de estos políticos que hacen ver que han leído o que han aprendido de los veteranos y sólo hablan como viejos prematuros. Los escándalos de corrupción han sido ideales para debilitar a los partidos y para convertirlos en bandas de mercenarios al servicio de la propaganda moralista del poder.

Quizás porque no sabemos todavía cómo queremos que sea el mundo que viene, tampoco tenemos claro cómo queremos que sean los partidos y cuál queremos que sea su papel. De momento, parece que sobre todo sirven para frenar y distorsionar, más que no para ayudar a canalizar y a enriquecer, las preguntas impertinentes, los movimientos transformadores y los liderazgos frescos de unas sociedades que ya no pueden ser gobernadas como antaño, a través de dos televisiones y tres diarios.