Bélgica es un estado independiente desde que se separó de los Países Bajos en 1830. Fundada por una élite francófona, adoptó el francés como lengua de estado, aunque el neerlandés se seguía hablando en buena parte del territorio en el ámbito privado. Durante el último tramo del siglo XIX y el primer tercio del XX, la lucha de los flamencos por el reconocimiento de sus derechos culturales llevaría, entre otras cosas, a regular el uso del neerlandés en la administración, primero, y en la escuela primaria, después. Hacia mediados del siglo XX, Bélgica quedaría configurada más o menos como la conocemos hoy: dos grandes comunidades lingüísticas diferenciadas y una región multilingüe en el centro, Bruselas.

En 1993, tras una serie de reformas que se sucedieron desde los años sesenta, Bélgica quedaría constituida como una monarquía federal de comunidades y regiones. Al margen de una administración federal, el país se ordena, por una parte, en tres regiones, Flandes, Valonia y la región de Bruselas, y sus respectivas administraciones. Por otra, está también conformado por tres comunidades lingüísticas (la flamenca, la francófona y la de habla alemana), que delimitan las áreas dentro de las cuales cada comunidad tiene competencias en materia linguistico-cultural, y que no coincidían con la de las regiones.

Esta arquitectura constitucional complicada y singular abría la puerta a la formación de seis gobiernos y parlamentos diferentes, además del federal. En la práctica, sin embargo, la comunidad flamenca y francófona ejercen su autoridad exclusiva sobre Valonia y Flandes, respectivamente. En Flandes, de hecho, las instituciones comunal y regional quedaron unificadas rápidamente, de manera que un solo gobierno ejerce buena parte de las competencias, incluidas las culturales. Es la región de Bruselas, incluida en ambas comunidades, francófona y flamenca, la que quedaba como verdadera excepción.

Es una realidad chocante vista desde Catalunya. Aquí, la catalanidad se vive y se expresa con varias voces, pero desde la seguridad de que hay una serie de elementos comunes, transversales, que permiten sostener a una sociedad integrada

En Bruselas, todos los habitantes comparten la misma administración regional pero, al mismo tiempo, son las comisiones locales de ambas comunidades las que regulan los asuntos lingüísticos y culturales en función de la afiliación de cada habitante. Así, a diferencia del principio de territorialidad, que se usa para delimitar un área geográfica donde los derechos culturales de una nación sin estado queden protegidos, se aplica un principio de no territorialidad, de individualidad.

Esta idea no es nueva. Fue teorizada por los socialistas austríacos Karl Renner y Otto Bauer en una Viena que, al final del siglo XX, se encontraba en plena pujanza económica y cultural, y también demográfica. El objetivo de la propuesta era proteger la estabilidad del estado y la unidad de la clase obrera ante las tensiones nacionalistas surgidas de la convivencia de colectivos crecientemente diversos y, al mismo tiempo, concentrados territorialmente o, en otras palabras, de la sociedad multicultural.

La devolución del poder en materia lingüística y cultural a los individuos para que ellos mismos sean los guardianes de sus derechos particulares es una respuesta de cierta inteligencia, sobre todo ante situaciones en que dos o más culturas conviven pero una tiene el apoyo del estado y el resto no. El traslado de los asuntos lingüísticos y culturales al ámbito privado es, en este sentido, una garantía. Ahora bien, es una opción no exenta de riesgos. Puede conducir a la fragmentación y la segregación, y es que las comunidades políticas, como comunidades imaginadas, difícilmente resisten en contextos de desintegración cultural.

Sin hablar de política, difícilmente seremos capaces de empezar a trazar un proyecto que interpele a la verdadera mayoría del país, la que reúne a la gente a ambos lados

Así, en Bruselas, mientras que las personas disfrutan de absoluta libertad para acogerse a los servicios de una comunidad u otra, la lengua aparece como el epicentro de una verdadera crisis existencial. Escuelas y universidades, bibliotecas, diarios y canales de televisión, todos quedan duplicados por la divisoria lingüística. Evidentemente, lengua y política están también íntimamente ligadas. Como los representantes políticos tienen que estar repartidos a partes iguales a ambos lados, todos los partidos, a izquierda y derecha, tienen su versión flamenca y en francés. Sea en elecciones locales o regionales, escoger una u otra opción política implica necesariamente hacer una elección primero sobre el idioma.

Esta es una realidad que resulta chocante vista desde Catalunya. Aquí, la catalanidad se vive y se expresa con varias voces, pero desde la seguridad de que hay una serie de elementos comunes, transversales –la escuela es quizás el ejemplo más claro– que permiten el sostén de una sociedad integrada en sus componentes fundamentales. No obstante, una mirada a los últimos datos del barómetro del CEO y al estudio preelectoral del CIS muestra que en Catalunya se está instalando una dinámica de bloques que trasciende el escenario puramente electoral. Parecen emerger dos bloques sociales opuestos, a los que distingue la lengua materna o de uso habitual, el sentimiento de pertenencia, el nivel de estudios y, también, la visión sobre el país que quieren.

Es obvio que estas son unas elecciones atípicas, tanto por quien las convoca como por el hecho de que una parte de los candidatos no puede hacer campaña con normalidad. Pero convertir la campaña electoral en una crónica de los acontecimientos judiciales comporta riesgos. Sin hablar de política, difícilmente seremos capaces de empezar a trazar un proyecto que interpele a la verdadera mayoría del país, la que reúne a la gente a ambos lados. Las elecciones del 21D van sobre todo de eso, de recoser estas "Catalunyes", la que se ha expresado con claridad y la que lo hará. En definitiva, el 21D nos jugamos evitar una Catalunya belga.

Marc Fuster, politólogo por la UPF, es analista de políticas educativas.