Ante la escalada represiva del gobierno español, las miradas se dirigen hacia las instituciones que integran la Unión Europea (UE). No es la primera vez|golpe que vemos en esta Europa la solución al conflicto catalán pero, como es lo bastante conocido, la respuesta recibida hasta ahora de las instituciones comunitarias no ha podido ser más decepcionante, entre una aparente indiferencia, disfrazada con la retórica diplomática de los "asuntos internos", y una alineación sin fisuras con los posicionamientos del Gobierno español. Para ser justos, la críptica advertencia de Jean-Claude Juncker sobre el posible reconocimiento de una república catalana, con todos los condicionantes que se quiera, parece indicar un tímido cambio de tendencia, a pesar de los esfuerzos de portavoces y otros exégetas del presidente de la Comisión por echar agua al vino de estas declaraciones que todo el mundo pudo ver en directo.

En cualquier caso, esta postura comunitaria sobre los asuntos catalanes denota una enorme miopía política. Ciertamente –lo dijo Manuel Valls– está muy extendida la idea de que la UE, construida sobre estados-nación consolidados, necesita la estabilidad de las fronteras establecidas como punto de partida para la unión federal, lo cual desaconsejaría crear nuevos estados y nuevas fronteras dentro de la Unión.

La única defensa posible es convertir el proceso catalán en una oportunidad de afianzar los valores que caracterizan la UE, dándole una salida pacífica y democrática

Este razonamiento choca, sin embargo, con el hecho de que son precisamente los grandes estados-nación el gran obstáculo para avanzar en la UE. Cada uno de estos grandes estados se caracteriza por una voluntad hegemónica, opuesta por sí misma a la idea de un interés común europeo. Por eso mismo, el impulso de la integración europea tiene que venir acompañado por la sustitución de los grandes estados nacionales por estados más pequeños, tal como expresaban Daniel Cohn-Bendit y Guy Verhofstadt en su libro-manifiesto Por Europa!!! Los estados pequeños, que no tienen voluntad de hegemonía, son por lo tanto, más proclives a participar en un proyecto común europeo. Vista desde esta perspectiva, la creación del nuevo Estado catalán sólo puede favorecer la consolidación de este proyecto.

En este sentido, no está de más recordar que ya en 1930, veintiún años antes de la creación de la primera Comunidad Europea –la CECA– los hermanos Rubió i Tudurí publicaban el libro Catalunya con Europa: más allá del separatismo, donde ya sostenían tesis parecidas a las que, a principios del siglo XXI, defenderían Cohn-Bendit i Verhofstadt, con la idea de considerar a Catalunya como uno de los estados en que se fundamentaría la federación de los europeos.

Más allá de esta consideración a largo plazo, también la inmediatez política aconseja el apoyo, o al menos el interés, de la UE por| el referéndum catalán. La UE se encuentra ahora en un profunda crisis, que quieren aprovechar terceros países para dinamitar el proyecto europeo. En este contexto, el proceso catalán podría ser visto como una oportunidad para debilitar uno de los países grandes de la UE –España– y de rebote, a la Unión en su conjunto. Ante este riesgo, la única defensa posible es convertir el proceso catalán en una oportunidad de afianzar los valores que caracterizan la UE, dándole una salida pacífica y democrática, que abriría la puerta a relanzar el proyecto europeo como un espacio caracterizado por el respeto de los derechos humanos. En caso contrario, podría ser que se encontraran con un Estado catalán ausente de la Unión Europea y contrario a sus valores, primer paso hacia el fin de todo el proyecto que iniciaron Monnet y Schuman.

Ferran Armengol Ferrer es Profesor asociado de Derecho internacional público y relaciones internacionales, Universidad de Barcelona.