Realmente, la discusión sobre los beneficios y los peligros de la tecnología se remontan a los orígenes de nuestra civilización. No disponemos de testimonios de ningún tipo sobre el previsible debate en torno al descubrimiento del fuego y de sus usos, que permitieron, ciertamente, con el paso de lo crudo a lo cocido, por decirlo con la célebre formulación del antropólogo Claude Lévi-Strauss (que publicó en 1964 su libro Le Cru et le Cuit), la aparición de una nueva era humana, pero que también están en el origen de una herramienta destructiva y devastadora que pronto haría estragos. Lo mismo sucede con los primeros instrumentos agrícolas, combinación de madera y metal que, al mismo tiempo que permitían trabajar la tierra y desarrollar de forma prodigiosa la agricultura, de forma casi simultánea permitieron el despliegue de una precaria, y no menos letal, industria armamentística, si se nos permite el anacronismo.

Sí que quedan, sin embargo, testimonios de un invento que marcaría profundamente el desarrollo de la cultura: la escritura. Platón dejó prueba del debate en torno a la escritura, surgida en una comunidad oral, en un célebre pasaje del Fedro en el que explica el relato de Theut y Thamus. Nos explica que el dios Theut, inventor de la escritura, además del cálculo, la geometría y el juego de los dados y del tablero, fue a ver Thamus, entonces rey de Egipto para mostrarle sus inventos. Mientras los iba observando, Thamus preguntaba por la utilidad de cada uno. Cuando llegó a las letras, Theut dijo: "Esta enseñanza, oh rey, hará a más sabios los egipcios, y les aumentará la memoria, porque es un remedio para ella, y también para la sabiduría". Thamus, que no pareció contagiarse del entusiasmo de Theut por la nueva técnica, le reprochó: "tú, que eres padre de las letras, por benevolencia has dicho lo contrario de lo que es su utilidad. Porque este arte producirá en las almas de los que lo aprendan el olvido, a causa del cual se descuidará la memoria; y, así, fiándose de la escritura externa, por unos signos ajenos, los hombres no harán memoria por sí mismos, porque te has inventado un remedio no de la memoria, sino del recuerdo. A tus discípulos, les proporcionas una apariencia de sabiduría, no la sabiduría en sí, porque habrán oído muchas cosas sin aprenderlas, parecerá que saben muchas cosas, pero en la mayoría de los casos serán unos ignorantes, y además difíciles de tratar, porque no se habrán vuelto verdaderos sabios, sino sabios sólo de fachada".

No hay invención de la tecnología que no haya sido sometida al escrutinio implacable de sus defensores y apologetas y de sus detractores

Desde entonces, no hay invención de la tecnología que no haya sido sometida al escrutinio implacable de sus defensores y apologetas y de sus detractores: así pasó con la invención de la imprenta, de la luz eléctrica, del teléfono, de la televisión, del ordenador personal, del teléfono móvil, de las redes sociales.... Umberto Eco, refiriéndose al debate en torno a los beneficios y los peligros de la cultura de masas, acertó a formular dos etiquetas con valor de paradigma: los apocalípticos y los integrados. Y en estas estamos, todavía.

He pensado en todo eso a raíz de la magnitud y los efectos, hasta allí donde, a estas alturas, sabemos, del reciente ciberataque global. Quizás es la primera vez en que se hace patente, de manera clara, lo que muchos sospechaban: que el actual desarrollo de las tecnologías de la información y de la comunicación, que tantos beneficios a todos niveles están proporcionando a nuestra vida cotidiana e incluso a nuestros hábitos, nos hace, de manera recíproca, extremadamente vulnerables y frágiles. Dependemos tanto de la tecnología, y hasta tales extremos, que cualquier uso de las propias tecnologías, diferente de aquel para el cual supuestamente fueron creadas, que, de manera análoga al crecimiento de los beneficios que obtenemos, ha crecido también la magnitud de los peligros y el riesgo al que estamos continuamente expuestos.

Seguramente, porque la sociedad hipertecnológica en que vivimos ha blindado sus tecnologías dotándolas de un poder sobre nuestras vidas que es difícil de controlar y someter a una observación racional que garantice el buen uso a largo plazo. Seguramente, además, porque, como sabemos desde hace tiempo, la tecnología no es nunca neutra. 

La sociedad hipertecnológica en que vivimos ha blindado sus tecnologías dotándolas de un poder sobre nuestras vidas que es difícil de controlar y someter a una observación racional que garantice el buen uso a largo plazo

Por eso, quizás, hay que volver de vez en cuando a lecturas fundamentales de la modernidad crítica, cuando buena parte de las innovaciones entre las cuales vivimos empezaban a emerger sin que, sin embargo, se pudiera prever entonces hacia dónde nos llevarían. Pienso, por ejemplo, en una lectura que marcó a una generación, y que es un libro, hoy, injustamente olvidado: me refiero a El hombre unidimensional de Herbert Marcuse, publicado originariamente el año 1964, en uno de los primeros análisis críticos de la transformación tecnológica de las democracias occidentales. Marcuse empezaba su diagnóstico señalando que “una ausencia de libertad cómoda, suave, razonable y democrática, señal del progreso técnico, prevalece en la civilización industrial avanzada". Y se preguntaba: “¿Qué podría ser, realmente, más racional que la supresión de la individualidad en el proceso de mecanización de actuaciones socialmente necesarias, aunque dolorosas; que la concentración de empresas individuales en corporaciones más eficaces y productivas; que la regulación de la libre competencia entre sujetos económicos desigualmente provistos; que la reducción de prerrogativas y soberanías nacionales que impiden la organización internacional de los recursos?”. Y, de su análisis, extraía un descubrimiento que, a pesar del medio siglo que nos separa de su libro, sigue siendo extraordinariamente actual, “la manipulación de las necesidades por intereses creados” y, con ella, una situación nueva, que todavía dura: “el sujeto enajenado es devorado por su existencia enajenada”.

He recordado a Marcuse y su esfuerzo por comprender, de manera crítica, la tecnología que, en los años 60, estaba modificando la vida social y determinando lo que después llamaríamos la sociedad del control y la vigilancia, ante la situación generada estos días por el descubrimiento de la extrema vulnerabilidad en que nuestras identidades individuales y las grandes instituciones, corporaciones y empresas se pueden ver desnudas, desarmadas y desprotegidas ante una nueva amenaza, todavía difusa pero tan poderosa que no acertamos ni tan solo a adivinar los contornos.

En este contexto, me permitirán que les recomiende con entusiasmo la lectura de un libro fabuloso, brillante, lúcido y atrevido escrito por el filósofo Jordi Pigem y con el cual obtuvo el XXV Premi Joan Maragall: Àngels i robots. La interioritat humana en la societat hipertecnològica (Viena Ediciones). Sólo una cata: “las tecnologías nos tendrían que hacer la vida más fácil sin empobrecerla existencialmente”. Conozco muy pocos ensayos de la ambición y el rigor de Pigem sobre la hegemonía de las tecnologías sobre nuestro mundo y nuestras vidas, sobre sus peligros y la forma de conjurarlos, sobre esta nueva alienación a que estamos sometiendo nuestra identidad entregando parte de lo que somos a unos dispositivos sobre los cuales no tenemos ningún control. Y no conozco ninguno, si les soy sincero, tan poco maniqueo. Ninguno de tan sincero. Léanlo, ya verán.