En la primera secuencia de Nebraska (2013), el filme de Alexander Payne, vemos a un hombre mayor, interpretado por Bruce Dern, andando por el arcén de una carretera norteamericana con una gran determinación y dejando atrás el límite urbano de Billing. Cuando un policía lo ve, detiene su coche y le pregunta de dónde viene. Él contesta, sin palabras, señalando con el pulgar de la mano hacia atrás. Y, cuando el policía le pregunta, casi ya sabiendo la respuesta, hacia dónde va, el viejo, con el índice de la mano, apunta hacia delante. El policía se lo lleva y avisa a sus familiares para que lo vayan a buscar. Es fácil imaginarse la escena, aunque no hayamos visto la película. Como es fácil imaginarse, también, vista la determinación del personaje, que, a poco que pueda, se escapará y volverá a iniciar su camino. Lo que impresiona, ahora y durante todo el metraje, es un personaje rotundo y decidido, que ha tomado una opción que adivinamos imparable.

En las siguientes escenas, sabremos que este viejo se llama Woody Grant y que ha recibido una carta de publicidad que le anuncia, con letras grandes, que ha ganado un millón de dólares. Enseguida adivinamos que la letra pequeña, sin embargo, a la que el hombre no ha prestado ninguna atención, debe desmentir este generoso premio con las cláusulas habituales. Porque la carta, como inmediatamente reconoce cualquier espectador, es una de las miles de copias que una empresa sin escrúpulos debe haber enviado indiscriminadamente. El viejo, sin embargo, cuando lo ha recibido, se ha puesto en marcha, desde Montana, donde vive con su mujer, hacia Nebraska, donde supuestamente tendría que recoger el regalo anunciado. Un viaje que durará días. De nada sirven las quejas de su mujer, que adivina el timo, ni las de su hijo, que intenta convencerlo de que lo están enredando. Grant ha pensado que el premio es la ocasión para comprarse, ¡por fin!, la furgoneta que tanto desea y el compresor que tanta falta le hace, y que un amigo suyo sinvergüenza le pidió hace décadas y que no le volvió.

Desde el comienzo está claro que este personaje es un iluso o un bonifacio, o las dos cosas al mismo tiempo, y por eso, a pesar de su carácter amargo y malhumorado, es difícil no sentir por él una extraña empatía y complicidad, como le pasa a su propio hijo, que acaba cogiendo el coche para llevarlo hasta Nebraska. Cuando pasa por la ciudad donde nació, la noticia se extiende como la pólvora y es tratado como una celebridad. A pesar de los inconvenientes y las dificultades, Grant continúa con determinación y tenacidad, sin que nada pueda apartarlo de su objetivo, queriendo llegar a Nebraska para recoger el premio que piensa que ha obtenido.

La perseverancia es una virtud de una inquietante nobleza, porque indica siempre la prosecución continuada en algo que se ha empezado, a través de una persistencia en la decisión tomada

Porque eso es lo que determina todo lo que a partir de entonces hace. La perseverancia, esta extraña virtud, tan extraña que uno puede sentirse empujado a calificarla de virtud menor. Y, aun así, la perseverancia es una virtud de una inquietante nobleza, porque indica siempre la prosecución continuada en algo que se ha empezado, a través de una persistencia en la decisión tomada.

El cine americano ha filmado historias memorables sobre personajes marcados por la perseverancia. Sólo hay que pensar en Una historia verdadera (The straight story, 1999), de David Lynch, un filme en el que Alvin Straight, de 73 años, cuando se entera de que su hermano Lyle ha sufrido un ataque, decide ir a visitarlo, aunque hace diez años que no se hablan porque se pelearon de manera violenta. Con su cortacésped y un remolque, este viejo se pone en ruta, desde Laurens, en Iowa, hasta Mount Zion, en Wisconsin. Casi 600 kilómetros. Y tampoco a él nada puede pararlo. Pero no es sólo el cine. Hay historias, de entre los relatos verídicos que Paul Auster recogió en su libro Creía que mi padre era Dios, que ilustran actitudes parecidas.

En realidad, la perseverancia es una virtud orientada al futuro, que provoca la movilización de todas las facultades en la prosecución de alguna esperanza, con tanta fuerza que ningún impedimento es nunca suficiente para detenerlas o para provocar el abandono del objetivo. A menudo, desde una perspectiva banal, la perseverancia puede confundirse con la tozudez. Pero, más allá de la apariencia, no tienen nada que ver. Mientras que la perseverancia está siempre orientada a un futuro que se persigue con tenacidad, voluntarismo, insistencia y decisión, la tozudez, al contrario, está determinada por el pasado, la rigidez y el sometimiento a un prejuicio: en sentido literal, aquella toma de posición que queda fijada, de una vez por todas, con independencia de la racionalidad del juicio.

La perseverancia es siempre motor de la historia; la tozudez, su parálisis

En la perseverancia, lo que más importa, como ha señalado Salvatore Natoli en un libro lúcido y estimulante (Perserverancia, Comanegra), está en juego una cosa realmente importante y significativa: “sólo persevera quien cree firmemente no tanto en la realización de las esperanzas”, que también, “sino en la obligación moral de trabajar por ellas, porque las considera justas”. En el fondo, quien persevera en aquello que se ha fijado está luchando por una idea que considera justa: por alguna cosa que, al principio, antes de ser realidad, es sólo una idea. Y sabemos que sólo las ideas mueven el mundo. La tozudez, al contrario, nos fija al pasado, a lo que ya existe, a lo que se ha dado por bueno y que, por una especie de pereza metafísica, no se quiere que cambie. La perseverancia es siempre motor de la historia; la tozudez, su parálisis.

No es impertinente reflexionar en torno al actual conflicto que opone el Govern de la Generalitat y la mayoría del Parlament de Catalunya con el gobierno español y buena parte de los aparatos del Estado en estos mismos términos. Por una parte, la perseverancia de una voluntad colectiva expresada en las urnas, determinada a llevar a cabo una iniciativa política que se pretende que pueda decidir el futuro del país; por otra, la tozudez de un gobierno, de las Cortes españolas y del Estado, que se ampara en el statu quo jurídico, para legitimar su inmovilismo y para bloquear con cerrazón cualquier posibilidad de cambio.

Al final de Nebraska, Woody Grant no obtiene su millón de dólares. Sin embargo, aun así, vuelve a casa con la furgoneta y con su compresor, que eran el motor de su perseverancia. Toda una metáfora política. Y es que, cuando la perseverancia determina la acción, sobre todo si es colectiva, es literalmente imparable. Pero esto, tal vez, solo lo saben los perseverantes. Y esto, precisamente, es su mejor arma.