Hace un mes que están en prisión. Un mes exacto. Fue el 16 de octubre. Lo supimos, inmediatamente, por las redes y los medios. Y la primera reacción fue de estupor, de estupefacción, de incredulidad. Cuando soltaron al major Trapero, todo el mundo pensó que también Jordi Cuixart y Jordi Sànchez quedarían en libertad. Era previsible que el proceso judicial continuara, pensábamos, aunque al final ya se vería que los cargos de la fiscalía contra ellos eran insostenibles desde una perspectiva jurídica. Aun así, aquella tarde era inimaginable el encarcelamiento, a pesar de que lo temíamos, si no era como medida, más que de revancha, de castigo, con voluntad de ejemplaridad, de atemorizar, a fin de que todo el mundo pudiera ver las garras y los colmillos del lobo, como una muestra de la fuerza autoritaria del Estado. Pero la justicia, en teoría, tendría que tener poco que ver con eso, al menos en teoría, al menos en los países democráticos, al menos en un estado de derecho. Pero todo eso es la teoría, claro está.

Pocos habrían pronosticado, aquel 16 de octubre, que un mes después Jordi Sànchez y Jordi Cuixart todavía estarían en prisión. En prisión, lo sabemos, preventiva: la medida más extrema y excepcional del código penal, reservada sólo para un altísimo riesgo. Les han aplicado una medida reservada exclusivamente a peligrosísimos terroristas o a criminales capaces de provocar alarma social. ¡A ellos, precisamente, que han sido impulsores de las más multitudinarias concentraciones y manifestaciones pacíficas de la Europa contemporánea! Es por eso que los han encarcelado: por lo que piensan, no por lo que han hecho. Porque es una prisión preventiva y, por lo tanto, no hay condena ni todavía ni siquiera juicio: se los encarcela preventivamente por lo que son y por lo que representan, que consideran un peligro. Pero, con su encarcelamiento, es como si se hubiera encarcelado a millones de personas pacíficas, las que han estado con ellos en las calles, durante estos últimos años: como si se considerara a estos millones de personas radicalmente pacíficas también como muy peligrosas.

Porque, además, se les acusa de una auténtica falsedad, tan evidente a los ojos de cualquiera que es un insulto a la inteligencia y a la decencia: un delito de sedición, basado en la afirmación de “la actuación de personas, organizaciones y movimientos dirigida a lograr fuera de las vías legales la independencia de Catalunya frente al resto de España en un proceso que todavía se encuentra en marcha”. Quien diga que Jordi Cuixart o Jordi Sànchez no son presos políticos es que, simplemente, es imbécil o no se ha molestado en leer el texto de la juez de la Audiencia Nacional.

Es difícil mantener el equilibrio y la exigencia de racionalidad y serenidad con un abuso tan torpe y bárbaro de la ley en contra de la letra y el espíritu de la propia ley

Hace un mes, sí. Pero, desde entonces, han pasado cosas, muchas cosas. Y todas de una gravedad extrema. El Consejo de Ministros, a propuesta de Rajoy, cesó al president y al vicepresident legítimos de la Generalitat, y a todos los consellers del Govern legítimo de Catalunya, y disolvió, además, el Parlament de Catalunya, legítimamente y democráticamente elegido por las urnas. No extraña que, ante la incompetencia de Rajoy y del Consejo de Ministros para cesar los cargos electos del Govern y para disolver el Parlament, ámbitos que quedan explícitamente fuera de sus competencias y del ámbito de aplicación previsto para el artículo 155, en Catalunya sigan siendo considerados, de manera muy mayoritaria y habitual, como el president, el vicepresident y los consellers legítimos de la Generalitat. Excepto, claro está, para la ciudadanía y los medios de comunicación con mentalidad colonial, que han asumido la legalidad y legitimidad del cese de los cargos electos, aunque contradiga explícitamente el ordenamiento jurídico que supuestamente pretenden defender.

Después vendría, para el vicepresident y siete consellers, el encarcelamiento, también por razones preventivas, absolutamente injustificables, ante supuestos delitos de intención. Y para el president y cuatro consellers el exilio en Bélgica con el fin de denunciar internacionalmente la evidente falta de garantías del sistema jurídico español. Otra muestra de la violencia de Estado contra ciudadanos y sus familias, a los que se les oponen medidas que les dejan en absoluta indefensión. Una violencia no menor a la desplegada, con toda su brutalidad, ante de los ojos de todo el mundo, el 1 de octubre.

Es difícil mantener el equilibrio y la exigencia de racionalidad y serenidad con un abuso tan torpe y bárbaro de la ley en contra de la letra y el espíritu de la propia ley. Y cada día que pase, por eso, repetiremos, allí donde estemos, delante de los otros, como un imperativo de decencia, “libertad para los 10”.

En cualquier caso, ante el horizonte de elecciones para el próximo 21-D, sólo una consideración. Estamos ante una situación muy parecida a la de hace cuarenta años, cuando, ante la exigencia ciudadana de recuperación de la Generalitat y las instituciones de autogobierno, no se convocaron unas elecciones porque el partido que obtuviera mayoría parlamentaria configurara gobierno. Se exigió, con toda la razón del mundo, el restablecimiento y la restauración de la Generalitat de Catalunya con el retorno del exilio del president Tarradellas al frente. Con eso, se reconoció que la Generalitat y las instituciones de autogobierno habían sido ilegítimamente amputadas y anuladas por la dictadura militar y que, por lo tanto, no podían convocarse, sin más, elecciones que supusieran un punto y aparte con respecto a la Generalitat legítima, aunque convertida en ilegal por el régimen franquista.

El 21-D nos jugamos mucho: o devolver la democracia a las instituciones de autogobierno de Catalunya, o entregarlas a las autoridades coloniales

De manera análoga, es difícil considerar las elecciones del 21-D como unas elecciones en las que simplemente pueda dirimirse una nueva mayoría parlamentaria, como si no hubiera Govern. Porque ya hay un Govern, y es legítimo mientras no sea cesado o disuelto por las únicas instancias que podrían hacerlo. Por eso, parecería razonable que las opciones democráticas que concurran a las elecciones del 21-D, y que no quieran sacar provecho de esta anomalía democrática que ha cesado el Govern y ha encarcelado a más de la mitad, forzando al exilio a la otra mitad, tengan como primera aspiración parlamentaria la restitución del Govern legítimo, con su president al frente, antes de cualquier otra iniciativa posible, práctica o efectiva.

Todo hace prever, si tenemos que hacer caso a las declaraciones del propio president de la Generalitat en el exilio, a la carta que ayer se hizo pública del vicepresident del Govern desde la prisión, y a las declaraciones del diputado de la CUP por Girona hace unos días, que esta puede ser la vía para iniciar el enderezamiento de la legalidad y la legitimidad de las instituciones de autogobierno de Catalunya, ahora anuladas por un golpe del Estado que, con toda su violencia judicial y carcelaria, ha dejado de ser de derecho para extender y limitar al territorio de Catalunya un estado de excepción de facto.

Realmente, el 21-D nos jugamos mucho. O devolver la democracia a las instituciones de autogobierno de Catalunya, o entregarlas a las autoridades coloniales. O defender los derechos y las libertades fundamentales, o legitimar la violencia policial, judicial y carcelaria. O estar con las víctimas, empezando por las diez ahora encarceladas, o estar con los carceleros. O estar por las libertades, o estar con el autoritarismo y la represión. Nunca unas elecciones habrán sido tan trascendentales como las del 21-D.

Hay gente que ya ha decidido que no se va a poner de rodillas.