Nos podemos ahorrar los prolegómenos e ir directamente al grano: todos sabemos de qué estamos hablando, qué ocupa nuestro pensamiento y qué ha puesto nuestros ojos vidriosos.

Dos millones doscientas sesenta y dos mil cuatrocientas veinticuatro personas, a falta del escrutinio definitivo, ejercieron su derecho de voto, inalienable porque es un derecho fundamental reconocido en la Declaración Universal de los Derechos Humanos, en el referéndum del pasado 1 de octubre. Eso quiere decir que el referéndum puede ser ilegal, puede ser considerado contrario en la Constitución, puede ser al margen del ordenamiento jurídico vigente, puede no ser reconocido: "puede ser", es decir, desde un posicionamiento teórico, todo eso puede legítimamente ser considerado en estos términos. Pero el acto de votar no es un delito. Los ciudadanos y las ciudadanas que, respondiendo a la convocatoria de un Parlament y de un Govern legítimos, que no están suspendidos en el ejercicio de sus funciones, no pueden ser considerados como delincuentes, porque, incluso si el referéndum fuera considerado ilegal y, por lo tanto, ni válido ni sujeto a ley, la ilegalidad afectaría a la consideración jurídica del referéndum, porque la ciudadanía ejerce un derecho reconocido internacionalmente como un derecho fundamental. Incluso en el caso de que el referéndum acabe siendo considerado como ilegal, que a estas alturas no lo es, eso no convierte el ejercicio del derecho de voto en un acto delictivo. Es una cuestión tan elemental, desde el punto de vista de la filosofía del derecho, que duele tener que verbalizarlo en estos términos.

Se dice rápido: más de dos millones de personas adultas, ciudadanos de pleno derecho y en posesión y ejercicio de un derecho inalienable, por fundamental, ejercieron su derecho de voto. Habrían sido muchos más, es evidente, si no se hubieran clausurado los colegios electorales en los cuales había, censadas, setecientas setenta mil personas, las cuales, salvo algunas excepciones gracias al establecimiento de un censo único, no pudieron ejercer su derecho de voto o no pudieron hacerlo en condiciones, es decir, en el colegio electoral que tenían asignado. Y lo hicieron, y también se dice rápido, desafiando al Estado español, sus amenazas y sus advertencias, aunque vinieran del Gobierno, los tribunales, los jueces o la fiscalía, e incluso despreciando la ostentación coercitiva de la fuerza bruta de los llamados cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado, la Policía Nacional y la Guardia Civil, que sólo ostentan la legitimidad de la fuerza para garantizar la convivencia ciudadana.

Por eso, aquellos más de dos millones de personas (¿cómo se puede abducir la voluntad de más de dos millones de personas en un Estado de Derecho, en la sociedad de la información?), con plena conciencia de sus derechos y de sus actos, se movilizaron, a pesar de las amenazas, para ejercer su inalienable derecho de voto.

No han sido casos aislados, ha sido la norma, tan reiterada que es evidentísimo, por la repetición del protocolo, que obedecían órdenes explícitas

Y el Estado español, un Estado con nula tradición histórica en los hábitos democráticos, desplegó sus fuerzas policiales y militares para impedirlo. Sin embargo, en la sociedad de la información, como era previsible, todo el mundo ha podido ver, a través de centenares de filmaciones, que han dado la vuelta al mundo y que han ocupado informaciones de portada en televisiones y medios de comunicación planetarios, como fue la actuación de las fuerzas de seguridad (¿de seguridad de qué, de quién?) en su práctica concreta. Todo el mundo ha podido evaluar, de manera objetiva y neutra, si la intervención de la PN y la GC tuvo como objetivo impedir el referéndum o, más bien, ensañarse con la ciudadanía movilizada para votar.

Un visionado, aunque no sea exhaustivo, de los vídeos que están dando la vuelta al mundo y que han sido difundidos por cadenas tan poco sospechosas de sectarismo como la BBC o la CNN, o por diarios como The Guardian, The New York Times, Le Monde o Frankfurter Allgemeine, permite descubrir que la brutalidad de la actuación de la Policía Nacional y de la Guardia Civil no tenía, estrictamente hablando, como objetivo, impedir la celebración del referéndum, requisando urnas y papeletas o clausurando locales electorales, sino, de manera muy precisa, intimidar y violentar, de manera física, a la ciudadanía en el ejercicio de su derecho. El protocolo de actuación ha sido el mismo, exactamente el mismo, en todos los casos que la Policía Nacional y la Guardia Civil ha intervenido. Calcado. Y tiene un nombre, meramente descriptivo: violencia física contra personas pacíficas e indefensas, que hacían cola para votar, que estaban en el exterior de los colegios electorales con la valiente determinación de protegerlos con sus cuerpos, que estaban en el interior de los locales o votando o garantizando el ejercicio del derecho fundamental. Violencia física indiscriminada, generalizada y ostentosa contra los cuerpos y las personas.

La ciudadanía de Catalunya deja, después del domingo 1 de octubre, ejemplos de una dignidad infinita y de un heroísmo cotidiano que tampoco olvidaremos nunca

Hemos visto Policía Nacional y Guardia Civil protagonizando unos actos de violencia encarnizada contra gente que sólo quería votar. Han pegado con porras, con los escudos, con las culatas de sus armas, han estirado a la gente con brutalidad, los han arrastrado por la cara, estirando por el pelo, por la boca, han magreado y acosado sexualmente a mujeres, han tirado gente al suelo con crueldad. Hemos visto miembros de la Policía Nacional y la Guardia Civil tirando gente al suelo, golpeándolos una vez y otra con sus botas cuando estaban heridos en el suelo, hemos visto otros saltando con toda su fuerza y rabia encima de cuerpos débiles e indefensos, han roto caras, han abierto cabezas, han roto dedos, han golpeado brazos, piernas, mandíbulas y pómulos, han insultado, han usado expresiones obscenas impronunciables por personas decentes, han lanzado el cuerpo de personas encima de otras personas... Y lo ha visto todo el mundo. No han sido casos aislados, ha sido la norma, tan reiterada que es evidentísimo, por la repetición del protocolo, que obedecían órdenes explícitas, y que sólo añadían la brutalidad y la crueldad que, personalmente, cada uno de ellos decidía ejercer. Hemos visto miembros de la Policía Nacional y la Guardia Civil reventando puertas, rompiendo cristales, reventando mobiliario, de manera tan exageradamente violenta que los daños han podido cuantificarse en más de trescientos mil euros.

La Policía Nacional y la Guardia Civil han desplegado una violencia tan encarnizada que los periodistas de todo el mundo, excepto (¡hay que decirlo!) los de los medios de comunicación españoles, lo han explicado horrorizados y estupefactos. Los observadores internacionales lo han denunciado y las asociaciones internacionales en defensa de los derechos humanos, desde Amnistía Internacional hasta Human Rights Watch y Oxfam, han calificado de intolerables estas actuaciones. Es, a estas alturas, una realidad indiscutible a nivel global, no una interpretación: la actuación de la Policía Nacional y la Guardia Civil el domingo, en Catalunya, ha sido un ejercicio deliberado de violencia gratuita, innecesaria, ostentosa, brutal y cruel. La policía española, que tendría que garantizar, como todas, por encima de cualquier otra consideración, la convivencia pacífica ha sido la responsable de una violencia injustificable e intolerable que, por su magnitud, puede calificarse literalmente de demencial. Garante del orden público, han sido un auténtico peligro público. Y lo son todavía. Por eso, muy legítimamente, la ciudadanía de Catalunya, en todos los pueblos y ciudades, ha llevado a cabo una huelga general sin precedentes en su dimensión cuantitativa y en su extensión territorial, no sólo para denunciarlo públicamente ante el mundo, sino para exigir la comprensible retirada, del territorio de Catalunya, de estas fuerzas policiales que son una auténtica amenaza para la convivencia y un peligro real para la integridad física de los ciudadanos y las ciudadanas de Catalunya.

Incluso en el caso de que el referéndum acabe siendo considerado como ilegal, que a estas alturas no lo es, eso no convierte el ejercicio del derecho de voto en un acto delictivo 

Una huelga general que ha dejado imágenes de una dignidad imborrable. Me quedo con dos: una, en todas partes, gente con banderas españolas en medio de esteladas, aplaudidos por los manifestantes independentistas. Otra, de la que fui testigo, como tantos otros, en Barcelona: los estibadores del puerto subiendo por la Rambla hasta la concentración en la plaza Universitat, delante de la Virreina, gritando, a pulmón, en castellano: "¡Nuestro-pueblo-no-se-toca!". Para llorar. Tiene un nombre: dignidad. La determinación de las multitudes en huelga general ocupando las calles y plazas de Catalunya expresaba una idea: no volveréis a poner vuestras garras sobre nuestra gente. Irritación más que comprensible. Europa, 2017, siglo XXI. No lo toleraremos.

Padres y madres hemos tenido que esconder las imágenes a los niños y las niñas. Y, aun así, en muchas casas hemos descubierto una inquietud y una desazón insólita, temblores, llantos y pesadillas. Preguntas que no hemos sabido contestar. Niños y niñas han visto como se golpeaba brutalmente y se masacraban personas mayores, gente pacífica que conocían, han vuelto a las escuelas y las han encontrado destrozadas como si hubieran pasado los vándalos. Los niños y las niñas lo han visto. Y no lo olvidarán nunca. Y nosotros, los adultos, no les perdonaremos nunca, a los ejecutores, a los que han dado las órdenes y a los que lo han legitimado o han callado de manera cómplice, y también a los profesionales de la desinformación que han mentido, que han escondido la realidad, que han inventado una violencia y unas provocaciones inexistentes. No perdonaremos a los ministros y fiscales, a los políticos sectarios y fanáticos, que han legitimado esta violencia intolerable. No los perdonaremos nunca.

La Policía Nacional y la Guardia Civil, siguiendo órdenes precisas y explícitas de usar indiscriminadamente la violencia física, han tratado más de dos millones de ciudadanos y ciudadanas como delincuentes. Y como delincuentes peligrosos. Hemos visto escenas reservadas a terroristas. Hemos visto una población entera tratada como una amenaza peligrosa. El balance es absolutamente elocuente: 893 heridos. El atentado yihadista de Barcelona dejó 120 heridos. Los heridos que deja detrás de si la actuación de la Policía Nacional y la Guardia Civil multiplica por 7,5 los heridos que el Estado Islámico dejó a su paso por Barcelona. Que cada uno saque sus conclusiones.

El jefe de Estado no sólo nos ha dicho que él no condena la violencia, sino que, para él, esta violencia no ha existido

No es Rajoy. No es el Gobierno español. No son los tribunales españoles. No es la policía española. Es el Estado español, que ha desplegado toda su fuerza bruta e incruenta, sobre la ciudadanía pacífica de Catalunya, delante del mundo, en una actuación imperdonable. No se puede perdonar ni a los que lo han ejecutado, ni a los que lo han ordenado, ni a los que lo han legitimado, ni a los que han mirado hacia otro lado. Empezando por el jefe de Estado que no ha tenido, en su comparecencia, ni una sola palabra de misericordia o compasión para los heridos, diciéndoles, con eso, que su dolor no le importa, que no es cosa suya, que ya se lo harán: el jefe de Estado no sólo nos ha dicho que él no condena la violencia, sino que, para él, esta violencia no ha existido. Gracias por decirlo de forma tan clara y contundente, tomamos nota. Por eso, el Estado español se ha convertido en un Estado indecente, en el sentido que Avishai Margalit dio a este término, en su clásico La sociedad decente (1996), cuando escribió que "una sociedad civilizada es aquella cuyos miembros no se humillan los unos a los otros, mientras que una sociedad decente es aquella cuyas instituciones no humillan a las personas". El Estado español se ha convertido en un Estado indecente y ha renunciado, durante unas horas, al mínimo exigido a cualquier sociedad civilizada.

Al lado de esta indecencia injustificable e intolerable del Estado español, la ciudadanía de Catalunya deja, después del domingo 1 de octubre, ejemplos de una dignidad infinita y de un heroísmo cotidiano que tampoco olvidaremos nunca. Empezando por la gente, mucha de ella en condiciones físicas de extrema precariedad, que hizo esfuerzos titánicos por llegar hasta las urnas para votar; gente que durmió en los colegios electorales para garantizar su abertura, que puso en riesgo su integridad para guardar, proteger y llevar a los colegios urnas y papeletas electorales, que cumplió con una diligencia y una discreción ejemplares el servicio público de mediación entre la administración de gobierno y la ciudadanía como representantes electorales o como miembros de mesas; gente que se levantó a las cuatro o las cinco de la mañana para ofrecerse de ayuda, a lo que fuera, y gente que puso el cuerpo y la cara para proteger el espacio de libertad y democracia de las votaciones, para defender a los débiles y los heridos; gente que se interpuso para impedir la violencia, ofreciéndose como cabeza de turco; gente que llevó alimentos a los asediados, a los clandestinos defensores de los derechos y las libertades fundamentales. La ciudadanía movilizada, de manera anónima y sin esperar ni gratitud ni recompensa, para defender cosas que tendría que defender el Estado que pagamos. La ciudadanía movilizada en el ejercicio de una solidaridad altruista de una dignidad tal que no tiene comparación, ahora mismo, en ninguna otra sociedad europea. Gente que se levantó para decir, claramente, con todos los riesgos que comportaba, ante la brutalidad policial del Estado español, que no estaba dispuesta a que se pisaran sus derechos.

A un lado, la infamia, la indecencia y la violencia. Al otro lado, sólo la dignidad. La lista de la dignidad de la gente de nuestro país. En la cual hay que añadir, en las últimas horas, la dignidad de aquellos que, a pesar de no aspirar a la independencia de Catalunya, están escandalizados por la obscenidad y la brutalidad del ejercicio de la violencia policial. Y en la cual, finalmente, hay que añadir, a la gente de todos los pueblos de España que han salido a la calle o han manifestado públicamente para denunciar lo que es intolerable. Unos, quizás, provisionalmente, pueden hacer el balance del ejercicio de su fuerza. A los otros, sin embargo, nos queda la convicción de nuestro poder. Un poder, construido sobre la dignidad infinita de millones de personas anónimas, delante del cual nada puede el ejercicio de la fuerza bruta, irracional, injustificable y, desde un punto de vista moral, abominable.