Juan Goytisolo cerraba Señas de identidad, en 1966, con un adiós a España y sus gentes contundente, radical, demoledor, amargo, duro como una letanía o como una imprecación: “aléjate de tu grey tu desvío te honra / cuanto te separa de ellos cultívalo / lo que les molesta en ti glorifícalo / negación estricta absoluta de su orden eres tú”. Y, con ello, dibujaba un programa de vida, un proyecto literario al que iba a permanecer fiel: “separémonos como buenos amigos puesto que aún es tiempo / nada nos une ya sino tu bella lengua mancillada hoy por sofismas mentiras hipótesis angélicas aparentes verdades / frases vacías cáscaras huecas / alambicados silogismos / buenas palabras”.

Era su respuesta a la reacción que había merecido su desafío, el que había perpetrado, sin contemplaciones, en Campos de Níjar (1959) y La Chanca (1962), que abrían una herida insoportable para el franquismo pero también, como Goytisolo escribía, en unas palabras nunca desmentidas, para “cualquiera que sea el Régimen que exista en nuestra patria a partir de la Reforma para acá”. Señas de identidad, en realidad, arrancaba con su parodia a esa reacción que se produjo en España ante su desafío, cuando puso palabras nuevas a todas las pestes que dijeron de él, y que han continuado diciendo o callando durante décadas: “al fin y al cabo no serás el primer español que ha desamado a su patria pero entonces para qué volver mejor te quedas fuera y renuncias de modo definitivo a nosotros reflexiona aún estás a tiempo nuestra firmeza es inconmovible y ningún esfuerzo de los tuyos logrará socavarla piedra somos y piedra permaneceremos por qué buscas ciegamente el desastre olvídate de nosotros y te olvidaremos tu nacimiento fue un error repáralo”.

Señas de identidad no fue una calentura, un brote lúcido de rabia provisional. En 1970 volvía al mismo tono, pero más maduro, definitivo, con Reivindicación del conde don Julián, que arrancaba con un portazo: “tierra ingrata, entre todas espuria y mezquina, jamás volveré a ti”. La puerta quedaba cerrada. Del todo. Sin lamentos: “ninguna pena, pues, ningún remordimiento”. Sin siquiera la puerta entreabierta que dejó Picasso cuando dijo que no quería que el Guernica volviera a España hasta que se restaurara la República. Por eso el Guernica no volvió: lo trajeron, arrastrándolo, despreciando la voluntad del artista. Pero Juan Goytisolo no: aunque viajó a menudo a España, nunca volvió. “Jamás volveré a ti”: “adiós, Madrastra inmunda, país de siervos y de señores: adiós, tricornios de charol, y tú, pueblo que los soportas”.

En 1986 repitió estas mismas palabras, de nuevo, incluyéndolas al final de En los reinos de Taifa y prologándolas así: “saltará la liebre veloz del refrán en forma de unos versos que se impondrán con evidencia avasalladora: adiós, Madrastra inmunda, país de siervos y de señores / adiós, tricornios de charol, y tú, pueblo que los soportas”. Tres lustros después, en pleno reinado del PSOE y con Franco bajo una losa, no se arrepiente, al contrario, repite las mismas palabras casi saboreándolas “con evidencia avasalladora”, y “un alborozo y emoción nuevos se adueñan al punto de él, le disparan a la embriaguez de quien da por resuelto el enigma”.

Goytisolo, tal vez, continúa siendo, a derecha (franquista) y a izquierda (cómplice), inasumible, porque su diagnóstico y su anatema continúan siendo tan demoledores como en 1966 y, además, porque nunca los desmintió ni se arrepintió de sus palabras

Y volvió todavía en Juan sin Tierra (1975): “si en lo futuro escribes, será en otra lengua: no en la que has repudiado y de la que hoy te despides tras haberla revuelto, transtornado, infringido: empresa de sedición interior”. Esta obra acaba con un castellano delirante, a través del cual Goytisolo lleva a su extremo radical lo que anuncia en la última página: “desacostúmbrate desde ahora a su lengua”. Su lengua: la de ellos, no la suya. Y entonces comienza a escribirla “conforme a meras intuiciones fonéticas”: “orbidándote poco a poco de to cuanto tenseñaron en un lúsido i boluntario ejersisio danalfabetim-mo que te yebará ma talde a renunsial una traj otra a la parabla delidioma i a  remplasal·la por tém-mino desa lugha al arabya”. Las últimas palabras de Juan sin Tierra son: “la-kum dinu-kum ua-li-ya din”. Como escribirá el propio Goytisolo: “el mal está hecho: progenitura infame”.

Hay que decirlo, claro y nítido: Juan Goytisolo, en la hora de su muerte, ha tenido, en España, un despido de tercera, absolutamente injusto. Pero es que Goytisolo, tal vez, continúa siendo, para muchos, a derecha (franquista) y a izquierda (cómplice), inasumible, porque su diagnóstico y su anatema continúan siendo tan demoledores como en 1966 y, además, porque nunca los desmintió ni se arrepintió de sus palabras. Y palabra escrita es palabra viva. Nunca le perdonaron. Unos, por haber mostrado al mundo lo que ellos habían acabado haciendo con su país; otros, por no haber querido nunca él ser de los suyos, por recordarles promesas, compromisos; por haber abortado, ellos, habiéndola podido acometer, la regeneración pendiente que España no ha sido capaz de hacer desde el siglo XIX. “Mejor te quedas fuera”. “Olvídate de nosotros y te olvidaremos”. Vaya si lo olvidaron. Basta leer algunas cosas publicadas estos días.

Pero poco importa ya ahora. Como importan poco, también, toda las barbaridades que, durante décadas, y hasta hoy mismo, dijeron de él los guardianes de las esencias de España, “esa entidad ajena, fragmentaria, incompleta, a veces obtusa y terca, otras brutal y tiránica” (Coto vedado, 1985). Importa más, mucho más, las palabras que mereció de gente como Susan Sontag o como, por ejemplo, Zygmunt Bauman, quien, nada menos que en Modernidad líquida, su obra mayor, escribió en el año 2000, refiriéndose a él como “probablemente el mayor escritor español vivo” y poniendo en valor su condición de exiliado (“alguien técnicamente exiliado”), así como recordando de paso una entrevista, entonces reciente, de Goytisolo en Le Monde, donde había señalado, en palabras de Bauman, que “cuando España aceptó, en nombre de la piedad católica y bajo la influencia de la Inquisición, una idea muy restrictiva de la identidad nacional, el país se convirtió, a fines del siglo XVI, en un desierto cultural”.

Vaya si lo olvidaron. Pero sus lectores no lo olvidamos. No olvidaremos a Juan Goytisolo. En mi caso, le debo horas y horas de felicidad como lector, desde 1980, cuando entré en su mundo, para ya no salir, por la puerta de Duelo en el paraíso, y le debo también lo que, desde la lucidez de sus textos, haya conseguido, viniendo de fuera, pasar al otro lado de la piel, dentro. Como un personaje (no importa cuál) le dice a otro (que tampoco ahora importa) en Telón de boca (2003): “La intensidad compensa lo efímero. Seres hay cuyos días son instantes y nos deslumbran no obstante con el fulgor de su llama”.

Así se ha quedado, como escribió en Makbara (1980): “cerrar los ojos, descansar, dormir, soy yo, no miran”. Pero ya lo había anticipado en El sitio de los sitios (1995): “Del yo al yo / la distancia es inmensa. / Cuerda sobre el vacío”. Ahí estuvo siempre, y ahí nos llevó: a esa cuerda de trayecto inmenso tensada sobre el vacío.