Hace muchos años que lo hago, sistemáticamente. En algún momento del curso, comparto con mis estudiantes de la Universitat de Girona un trabajo en vídeo de la artista Francesca Llopis. Nunca la presento, ni explico nada sobre su trabajo, ni sobre el tema de Etcètera (2004), que es el título del vídeo. Últimamente, la propia artista ha hecho una nueva versión, con imágenes diferentes para el mismo guión. En la filmación de la versión de 2004, se muestran imágenes de un bosque, a través de planos, de una gran ambición poética, que muestran las hojas y las ramas de los árboles, los troncos y las cortezas, el suelo y las raíces. Y mientras tanto un audio permite escuchar dos voces de mujer que van recitando varios nombres que, al principio, cuesta entender y, por supuesto, de identificar. La sensación que siempre provoca la verbalización de estos nombres es un poco inquietante, porque es difícil de entender, al principio, el sentido de lo que estamos escuchando. A medida de que la lista se va haciendo más extensa, ya empieza a ser evidente que todos los nombres son nombres de mujeres. En su mayor parte, al principio, nombres que podrían ser de mujeres cualquiera, de diversos orígenes y nacionalidades, pero, a partir de un nombre, y en cada espectador es una experiencia diferente, se identifica alguno como el nombre de una mujer artista. Después llegan, mezclados en medio de la lista, más nombres de otras mujeres artistas. E intuitivamente se adivina que sí, que toda aquella lista de nombres es de artistas, de mujeres artistas, aunque, sorprendentemente, y de aquí la inquietud que provoca, muchos de aquellos nombres no los habían oído antes.

Entre estudiantes de Historia del arte, es fácil imaginar el desasosiego que esta constatación provoca: ¿cómo es que, de prácticamente todas estas mujeres, no saben casi nada? ¿Cómo puede ser que la Historia haya silenciado estos nombres y siga, en parte, silenciándolos, como de manera tan negligente sigue haciendo una práctica museográfica que permite que muy pocos de estos nombres lleguen a tener visibilidad pública?

De forma reiterada, asisto cada curso a la perplejidad y la estupefacción de estudiantes que tienen que confrontarse con una historia descuidada, olvidada y, en cierto sentido, reprimida, amputada y negada. Aumenta esta sensación el hecho de que las voces que desgranan los nombres simulan cierta dificultad a la hora de pronunciarlos, como si fueran tan desconocidos que, en algunos casos, incluso no acaba de saberse cómo hacerlo de manera adecuada. Pero el mundo del arte no es una excepción, sino más bien un caso de estudio para un síntoma social y cultural generalizado.

Cuando cursé la carrera de Filosofía, en la Universitat de Barcelona, a primeros de los ochenta, ningún profesor, ni profesora, me habló nunca de una sola mujer filósofa

Cuando cursé la carrera de Filosofía, en la Universitat de Barcelona, a primeros de los ochenta, ningún profesor, ni profesora, me habló nunca de una sola mujer filósofa. Podría dar la sensación de que “filósofo” era un nombre que sólo se declinaba en masculino. Fue más tarde, y fuera de la institución, cuando pude conocer, leer y reconocer la importancia, en muchos casos superior a la de sus colegas varones, de la obra de Rachel Bespaloff, Simone Weil, Hannah Arendt, Simone de Beauvoir, María Zambrano, Luce Irigaray, Hélène Cixous, Sarah Kofman, Julia Kristeva, Judith Butler, Angela Davis, Nancy Fraser o Martha C. Nussbaum, entre muchas otras, por mencionar sólo a algunas de las grandes filósofas del siglo XX.

De todas ellas, hay dos casos que siempre me sublevan: Hannah Arendt y María Zambrano. Muy a menudo, como si fuera un epíteto imprescindible para calificarlas, se pone de relieve, a modo de carta de presentación, que fueron discípulas de Martin Heidegger, la primera, y de Ortega y Gasset, la segunda. En el caso de Arendt, además, siempre reaparece el tópico banal de su “relación” con Heidegger, sobre la que tanta literatura amarilla se ha escrito (¡y filmado!). Me parece una barbaridad. En primer lugar, porque, de esta manera, se convierte la obra y la aportación de Arendt y Zambrano en una cosa secundaria y subalterna con respecto a la de sus supuestos mentores varones. Pero en segundo lugar, y sobre todo, porque el paso del tiempo ha mostrado la injusticia, si no la aberración de este planteamiento.

La aportación de Hannah Arendt al pensamiento de nuestro tiempo es incomparablemente superior a la que hizo Martin Heidegger, quizás el filósofo más sobrevalorado del siglo XX

La aportación de Hannah Arendt al pensamiento de nuestro tiempo es incomparablemente superior, a mi entender, a la que hizo Martin Heidegger, quizás el filósofo más sobrevalorado del siglo XX, seguramente a causa de la aparente opacidad y hermetismo de su lenguaje, según los cuales siempre parece que diga más, y cosas más profundas, que las que en realidad dice. Por otra parte, cuando más conocemos sobre los manuscritos inéditos que Heidegger prohibió que se publicaran en vida suya, más nítidamente aparece su compromiso con el nazismo y el hitlerianismo, no por lo que hizo durante su vida bajo el Tercer Reich, que ya era suficientemente conocido, sino en lo que afecta al núcleo vertebral de su pensamiento. Al lado de Heidegger, las aportaciones de Hannah Arendt sobre la democracia, el pluralismo, la libertad y también sobre la perversión de los totalitarismos son, todavía hoy, claves imprescindibles para cualquier reflexión en torno a temas, como estos, que marcan la vida política contemporánea.

Y en cierto sentido lo mismo puede decirse de María Zambrano, la estatura intelectual de la cual, que pasó toda su vida, hasta 1984, en el exilio, desde que salió de España en 1939, no ha dejado de crecer en proporción inversamente proporcional a la de Ortega y Gasset, del que, hoy, poca cosa es filosóficamente aprovechable, a pesar de los grandes esfuerzos institucionales por promocionarlo, más allá, quizás, del valor de su prosa. María Zambrano, a mi juicio, es, junto con Xavier Zubiri, el nombre más relevante de la filosofía hispánica desde Francisco Suárez, muerto en 1617.

Sí, hay que celebrar cada 8 de marzo el día de la mujer, no sólo para recordar que, en muchísimas cosas, estamos todavía lejos de una situación de igualdad efectiva, sino también para devolver, en la vida cultural y en la vida colectiva, la voz y la obra de todas aquellas sin las que no seríamos lo que somos.