Una noticia mala. A raíz de algunas noticias, como la victoria inesperada (excepto para los gurús de la tribu, que siempre lo han visto todo antes que los demás, aunque no lo hubieran dicho) de Trump o del Brexit, ha empezado a extenderse una opinión que está cogiendo la fuerza indiscutible de un meme. Ya sabéis, estos prejuicios que acaban transmitiéndose (¡y aceptándose!) con la fuerza de una transmisión genética. Es el prejuicio que intenta explicarse el incremento entre la opinión pública, sin ningún tipo de pudor ni oposición ni vergüenza, de posiciones explícitamente racistas y xenófobas. Ahora resulta, como sostienen tantas personas e incluso analistas, que el éxito electoral y político de posiciones explícitamente xenófobas en contra de los extranjeros y de los migrantes que huyen de la pobreza y la violencia en sus lugares de origen podría explicarse por la tan mal llamada “crisis de refugiados”. Y digo mal llamada porque, en realidad, estrictamente hablando, ni es una “crisis” ni se trata de “refugiados”. No es una “crisis” porque no ha afectado lo más mínimo al funcionamiento habitual, gélidamente burocrático, de las democracias europeas, que siguen funcionando, en general, especialmente en este Estado en el que nos ha tocado de (mal) vivir, como si la cosa no fuera con ellas. No hace falta repetir los datos, a estas alturas ya sobradamente conocidos. Y no se trata de “refugiados” porque, en general, desde una perspectiva estadística, a la inmensa mayoría se les está negando, con cinismo disfrazado de razón de Estado, la propia condición de “refugiados”: si fueran “refugiados”, estaría reconocido su estatus de acuerdo con la Convención internacional de 1951, que reconoce las garantías del derecho de asilo, que precisamente es lo que ahora mismo se les ahoga.

Una noticia buena. Acaba de ponerse en marcha en Catalunya una campaña cívica , de impulso ético y ambición política, para forzar a las instituciones públicas catalanas a tomar medidas efectivas para abordar este problema que ha conmocionado la opinión pública y que extiende sombras sospechosas sobre la inexcusable ambición de justicia que tendría que regir las decisiones políticas de cualquier sistema democrático. Así, ante la constatación empírica que casi trescientos millones de personas “han tenido que desplazarse forzosamente de su casa por los conflictos armados, vulneraciones de los derechos humanos, cambio climático y pobreza”, la iniciativa interpela a la ciudadanía, a través de un manifiesto que ya ha empezado a recoger adhesiones individuales y asociativas, a “organizarse, movilizarse y hacer escuchar su voz con el fin de conseguir una concienciación colectiva que favorezca el cambio de actitud de las instituciones”.

En este contexto, vuelve a ser muy oportuna la exposición en el CCCB de las fotografías que han recibido el premio de fotoperiodismo World Press Photo 16 . Con independencia de los debates gremiales que cada edición del certamen provoca, me interesa ahora remarcar la presencia este año de la fotografía ganadora: Hope for a New Life de Warren Richardson. En su imagen, fotografiada en Rószke, en la frontera entre Hungría y Serbia, hecha en agosto del 2015, se ve a un hombre que entrega un niño de unos meses a otro hombre, que lo recibe, al otro lado de la alambrada. El fotógrafo participó, con unos dos centenares de migrantes, de las escaramuzas para escaparse de la policía fronteriza, que pretendía detenerles. En su fotografía se reconoce la cara fatigada, la boca entreabierta y la mirada perdida del adulto que lleva al bebé en brazos, arrodillado en el suelo, y que lo entrega a otros brazos, que lo reciben, a través de la reja. Adivinamos la desazón, la preocupación, la inquietud. El bebé está ligeramente girado hacia el hombre que lo llevaba y que intenta pasarlo al otro lado. Es un momento de tensión en el que se concentran muchas cosas, algunas que hemos visto, otras que imaginamos y muchas que sabemos desde hace siglos, cuando las grandes migraciones de la antigüedad provocadas por la pobreza y la violencia. La fotografía tiene la fuerza que siempre tiene la estrategia retórica de la sinécdoque, que, aunque muestra a un adulto y un bebé, permite reconocer, inmediatamente, el todo, los otros millares, centenares de miles, que se están jugando la vida, ahora mismo, en situaciones parecidas.

Una sociedad civilizada es aquella cuyos miembros no se humillan los unos a los otros

El filósofo Avishai Margalit, en un libro ya clásico, a pesar de ser de 1996, recordaba, siguiendo una caracterización habitual desde entonces en la filosofía política, que “una sociedad civilizada es aquella cuyos miembros no se humillan los unos a los otros, mientras que una sociedad decente es aquella cuyas instituciones no humillan a las personas”. Con eso, sugería, y probaba además de justificarlo de manera argumentada, que, a fin de que una sociedad pueda ser considerada como “decente”, no es suficiente con que no humille a sus miembros, sino que hace falta que no humille tampoco a aquellos que, sin ser todavía miembros, aspiran a serlo, ni a aquellos que, a pesar de serlo, en la práctica, no se les reconoce administrativamente como tales.

Pensaba en todo eso ante la durísima fotografía de Richardson, que nos interpela, no para movernos a la compasión, sino para activar nuestra acción política, ya que no se trata de compasión sino de justicia. Y pensaba, sobre todo, que la batalla por la decencia se está jugando hoy, es cierto, en aquellas alambradas que no son sino la expresión más dramática e intolerable del cierre de fronteras de la UE, pero también, sobre todo y en primera instancia, en la humillación a la cual, en nombre de la burocracia administrativa de los controles migratorios, dentro del Estado español, se está sometiendo a un calvario vergonzante y vergonzoso a miles de migrantes que se ven literalmente humillados por la administración pública y, en muchos casos, además, por los burócratas con los que tienen que pelearse después de un papeleo gigantesco y de horas y horas de espera. En el país del “vuelva usted mañana" de Larra, quizás ha llegado la hora que, al menos en Catalunya, el síndic de greuges tome cartas en el asunto de esta burocracia injustificable que nos ensucia a todos con su indecencia y que, además, insulta el mínimo sentido de la justicia reparativa que tendría que regir, por principio, la actividad de una administración pública.