Lo recordaba recientemente Isidoro Tapia en un artículo luminoso: durante un tiempo, los españoles estuvimos en manos de una banda de traidores. Políticos sin escrúpulos que traficaban con los principios, traicionaban a su propia biografía y cometían perjurio cada día a cambio de un mísero acuerdo.

Recuerden a aquel villano, Adolfo Suárez: todos hemos visto su imagen con el uniforme de gala de la Falange, jurando el cargo de Secretario General del Movimiento Nacional, el partido único del franquismo. Pero llegó al poder y desde el primer día se dedicó a volar desde dentro el régimen al que había jurado fidelidad. Incluso mintió a los militares y aprovechó la tarde de un Sábado Santo para hacer legal al Partido Comunista.

Otro gran traidor fue Santiago Carrillo: vino desde el exilio cuando aún quedaban comunistas en la cárcel para aceptar la monarquía y al monarca designado por Franco, rendir pleitesía a la bandera rojigualda y ser después el coautor intelectual de los Pactos de La Moncloa, que en el fondo fueron un plan de ajuste al lado del cual los recortes de Rajoy parecen una caricia.

¿Qué decir de Felipe González? Chantajeó a su partido para que abandonara el marxismo, nos hizo creer que estaba contra la OTAN y luego chantajeó al país para que votara por permanecer en ella, impulsó una reconversión industrial que puso a miles de trabajadores en la calle, provocó la ruptura con el sindicato hermano, metió mano al sistema de pensiones (en realidad lo salvó, pero eso lo sabemos ahora), respaldó la instalación de misiles nucleares yanquis en el centro de Europa… traición continuada, alevosa y reincidente.

Manuel Fraga montó un partido con otros seis ministros de Franco para frenar el desmantelamiento del régimen, pero ese partido ha resultado ser el instrumento que nunca antes tuvo la derecha española para gobernar en democracia respetando las libertades. Se opuso al Estado de las autonomías y terminó presidiendo una de ellas.

El traidor máximo, Juan Carlos de Borbón, fue elegido por el dictador, que dijo aquello de “lo dejo atado y bien atado” (se refería al régimen, pero también al sucesor)

Y por supuesto, ahí está el traidor máximo, Juan Carlos de Borbón. Fue elegido por el dictador, que dijo aquello de “lo dejo atado y bien atado” (se refería al régimen, pero también al sucesor). Bien poco tardó el bellaco en desatarse y violar uno por uno todos sus juramentos anteriores. Gracias.

Tampoco fue pequeña la traición de Josep Tarradellas, depositario en el exilio de la legitimidad histórica de la Generalitat republicana. A la primera ocasión que tuvo se plantó en Madrid sin pasar por Catalunya, se reunió con el exfalangista que habitaba en la Moncloa y aceptó la limosna que le ofrecieron: una cosa llamada preautonomía, que tenía mucha liturgia pero menos poder real que una diputación provincial. 

Y no olvidemos a Miquel Roca, dirigente nacionalista catalán que redactó y firmó una Constitución cuyo artículo 2 consagra “la indisoluble unidad de la nación española”. Sus herederos quieren ahora reparar aquella traición, para lo cual han comenzado por liquidar a su propio partido y abrir un cisma en la sociedad catalana.

Aquel cúmulo de deslealtades y perjurios depararon a España la cuatro mejores décadas de su historia contemporánea y a Catalunya el máximo nivel de autogobierno que ha tenido jamás, pero ello carece de importancia comparado con la magnitud de sus traiciones. Tuvieron la suerte de que entonces no existían las redes sociales ni La Sexta, porque los habrían quemado al rojo vivo antes de consumar sus felonías.

La cosa mejoró, como también recuerda Isidoro Tapia, cuando vinieron aquellos políticos adustos que no conocían el error porque, de hecho, nunca se equivocaron. Sus máximos exponentes, José María Aznar y Julio Anguita, se entendieron a primera vista. De su mano regresó a la política española este odio pegajoso y maloliente, esta sectaria ley del embudo que aún nos contamina.

Estamos en la época de los pigmeos solemnes, tipos cuya estatura intelectual y política es la que se ve que es, pero que siempre tienen a mano un gran concepto para defender una causa pequeña o descalificar la del contrario

Ahora estamos en la época de los pigmeos solemnes. Tipos cuya estatura intelectual y política es la que se ve que es, pero que siempre tienen a mano un gran concepto para defender una causa pequeña o descalificar la del contrario. Gente que confunde la coherencia con la intransigencia; que actúan como esos mimos que vemos en la calle, con la cara pintada, inmóviles, aparentando ser estatuas. No les gusta moverse porque, al carecer de fundamentos, nunca están seguros del suelo que pisan y temen caer o que alguien los derribe si cambian de postura o se salen del rail.

Su excusa universal es que no hay que traicionar a los votantes. Lo que equivale a presuponer: a) que conocen la voluntad de cada uno de sus votantes, y b) que los ciudadanos son un colectivo de críos caprichosos incapaces de comprender la complejidad en tiempos difíciles. Y sobre todo, piensan que su primera obligación como dirigentes no es cumplir con su deber, sino mantener satisfecha a la clientela aunque ello colisione con el interés del país. Es lo que Víctor Lapuente describió como una fiesta narcisista: votamos a quienes más nos halagan y nos endulzan el oído aunque sepamos que todo lo que dicen es puro embuste.

En la anterior legislatura frustrada, Ciudadanos esperó a que el Rey designara un candidato a la investidura y negoció con él un razonable programa de centro izquierda al que Rajoy dedicó un discurso estúpidamente brutal y sardónico. Ahora, Rivera ha negociado también con el candidato un acuerdo razonable de centro derecha, que tiene muchos puntos en común con el anterior. Prepárense a escuchar la inflamada soflama de laboratorio que Sánchez vomitará el miércoles contra el candidato y su programa. Mi virtud es tu pecado, esa es la regla que se aplica.

¿Penalizarían los ciudadanos al PSOE por permitir, ocho meses después, que España tenga un gobierno? Lo que yo creo es que lo penalizarán tajantemente cuando no se puedan pagar las pensiones o la economía española sufra el castigo por este irresponsable vacío de poder.

Permítanme un ejercicio de política-ficción. ¿Saben lo que haría Carrillo en el lugar de Iglesias? En su último turno de palabra antes de la votación decisiva, diría: “Señor Rajoy, usted no merece nada, pero es cierto que España necesita un gobierno; y por desgracia, nosotros no podemos dárselo y los socialistas no se atreven. Como a mí no me atemoriza que piensen que me he hecho de derechas, aquí tiene las 11 abstenciones que le faltan. Y prepárese, porque desde hoy seremos implacables en la oposición”. En ese minuto habría avanzado más en su propósito de destruir al PSOE que con todas sus maniobras y diatribas de cal viva.

Con los traidores Suárez, González, Carrillo, Fraga y Roca, en el momento actual, España tendría un gobierno desde hace meses

Es obvio que eso no ocurrirá: ni Iglesias tiene el talento político de Carrillo ni Unidos Podemos la consistencia del PCE. Sólo lo he sugerido para concluir una vez más que la clave siempre está en las personas. Con los traidores Suárez, González, Carrillo, Fraga y Roca en el momento actual, España tendría un gobierno desde hace meses. Y con los Rajoy, Sánchez, Iglesias, Rivera y Mas, la transición a la democracia habría fracasado sin remedio.