Gran parte de la discusión de estos días, especialmente en relación al debate en el Parlament de la Ley del Referéndum de autodeterminación y de la Ley de Transitoriedad Jurídica, ha versado sobre la falta de calidad democrática precisamente en el trámite parlamentario y del mismo tono del debate con las curvas reglamentarias y reglamentistas. No estoy de acuerdo con ninguna de las dos afirmaciones, aunque sean una opinión dominante, y no únicamente entre los contrarios a la iniciativa finalmente aprobada por el Parlament de Catalunya.

Empiezo por la segunda. Como estamos acostumbrados a debates parlamentarios rígidos, cuando se sube un poco el tono y se le pone vehemencia, "malo", piensan algunos. Hay que ver cómo se comportan, en temas mucho menos dramáticos, parlamentos consolidados como el inglés o el francés. El miedo al debate es una herencia que a todos nos cuesta sacarnos de encima, porque nuestros gobernantes, históricamente, nos han declarado incapaces de dialogar. Quien era incapaz de dialogar –como algunos de sus herederos- eran ellos. ¡Hasta aquí podíamos llegar!

Aunque fuera pesado para la audiencia, era evidente que la oposición haría uso, legítimo, sí, legítimo, de todos los resortes que el reglamento del Parlament y otras normas le dan o cree que le dan.

Si todas las dificultades para llegar a la independencia fueran unas cuantas horas sobre debates, aparentemente nominales, pero que vehiculan aspiraciones legítimas de los electos, ¡qué bendición! Lo que me cuesta concebir es que se pueda acusar, con bastante menosprecio, a los miembros de la oposición de practicar filibusterismo. Si, Mr. Smith (James Stewart en Caballero sin espada) lo practicó y nos parece un héroe, ¿no permitiremos la disidencia en nuestra casa? Además, sabiendo que la votación no corría peligro de perderse, es, como mínimo, poco elegante.

Por el contrario, no me pareció bien que la oposición descalificara a las filas de la mayoría como refractarios a la democracia. Cuando en una de las primeras sesiones de la Asamblea Nacional francesa de la posguerra, en las duras discusiones para la confección de la constitución de la IV República, los comunistas fueron tildados de no patriotas, movidos por un resorte, se levantaron y empezaron a cantar La marsellesa. A continuación, la derecha, puesta en evidencia, respondió también con el himno nacional.

La palabra patria se oye poco hoy en día. No es malo. Ha venido a sustituirla la palabra democracia. No es malo. Pero que A sea demócrata –o se considere demócrata- no significa que B sea un autócrata o un liberticida. Nadie puede renegar de sus tics, están muy a la vista, manifestados por sus votos, ni puede rechazar las críticas políticas, pero la exclusión por retorsión del debate público por antonomasia, el parlamentario, parece improcedente.

Y eso liga con la primera cuestión. La pregunta, lisa y llanamente, es la siguiente: ¿por qué el debate de un tema tan radical como la independencia de Catalunya fue temporalmente tan esmirriado y los trámites se acortaron sustancialmente? La respuesta es clara: porque se ha dado una serie de circunstancias que ilegítimamente han cambiado sin necesidad las reglas del juego.

No hay que remontarse al paso del Estatut por el cepillo de Alfonso Guerra, ni a la recogida de firmas peperas, ni a su recurso posterior, ni a la inefable sentencia del TC contra el Estatut de 2010 –que rompió el pacto constitucional, como acertadamente enseña el profesor Pérez Royo-, ni a la inadmisión a trámite por parte del Congreso de los Diputados el 8 de abril de 2014 de tres propuestas del Parlament de Catalunya sobre la celebración de un referéndum –entonces, derecho a decidir- en Catalunya. Sin remontarnos a todo eso, la STC 42/2014 rompió los mismos precedentes del Tribunal: la admisión a trámite por parte de un parlamento –entonces el Plan Ibarretxe en el Parlamento Vasco- no es recurrible, porque todavía no es norma (ATC 135/2004). Ya me ocupé de esto tiempo atrás en estas mismas páginas.

Aquí solo hay que recordar que con esta sentencia se impedía el debate parlamentario de iniciativas que podían ser calificadas, caso de prosperar, de inconstitucionales en la más que estrecha interpretación de un tribunal constitucional que, de tribunal, lamentablemente, tiene muy poco. Ejemplos de debates en parlamentos autonómicos y plenos municipales sobre temas de todo tipo, constitucionales o no, hay un montón. Pero en Catalunya, eso no se podía consentir. Además, se modificó en el 2015 la ley del TC, para hacer comulgar con la Constitución como si fuera una rueda de molino.

Una vez más, el africanismo se impone y aplasta la disidencia. En estas circunstancias, en las que en cualquier momento podría irrumpir en el Parlament un emisario del TC para prohibir el debate, ¿era factible uno que durara semanas, incluso meses?

Parece puro cinismo exigir un debate dilatado cuando quien lo exige ha impulsado, apoyado y/o bendecido las limitaciones que ahora impiden debatir. Exigir ir con el lirio en la mano, no sé si es poco o muy democrático; parece, sin embargo, una provocación. Si se hubieran respetado las reglas, no se hubiera llegado a eso. Y repasen la historia: los grandes hitos de la historia parlamentaria no son fruto de años de debates. Si fuera así, todavía habría esclavos o la enseñanza no sería ni pública ni gratuita. En un momento u otro se corta el nudo gordiano.

¡Ui! Perdón. Se me olvidaba: ultra posse nemo obligatur viene del Digesto de Justiniano, puro derecho romano –el padre de todos los derechos- y quiere decir que más allá de lo imposible nadie está obligado. ¿O es que los debates del 6 y 7 de septiembre, en las circunstancias legales y políticas actuales, se podía haber hecho de otro modo? Recuerden: ultra posse nemo obligatur.