El toro gira la cabeza y lo mira, aterrorizado. Pero no hay piedad antes de hundir la espada en su lomo, seccionar su herido cuerpo, hacerlo ahogarse en su propia sangre, arrodillarlo, despojarlo de su dignidad, ensuciar de muerte el traje de luces, elevar el dolor a la categoría de arte. 

Y vosotros me pedís que llore la muerte de un torero. 

El toro de lidia es uno más de los juguetes del sadismo humano, ese tipo de aficiones que se usan para olvidar, de vez en cuando, la responsabilidad que da elaborar pensamientos medianamente inteligentes y articulados u organizar sociedades como sujetos que están –estamos–, en la cima del pensamiento animal. 

El toreo no atiende a razones políticas, religiosas, filosóficas, científicas, ni por supuesto, alimenticias, y se justifica con la aportación cultural de la tortura. La desproporción de la supuesta batalla no impide tampoco que los taurinos se ruboricen siquiera cuando hablan del cuerpo a cuerpo, o de la lucha entre el hombre y el animal. El animal no lucha y, a duras penas, puede defenderse. El toro, como cualquier mamífero, está dotado de un sistema nervioso similar al de las personas, y su padecimiento está más que demostrado.  

Entender la tauromaquia como arte es el último recurso que les queda a los que defienden esta salvaje tradición

Entender la tauromaquia como arte es el último recurso que les queda a los que defienden esta salvaje tradición. El arte crea belleza, eleva el alma, incita a la reflexión, el arte cuestiona las estructuras de la sociedad, da paz al espíritu, fomenta inquietudes, el arte crea universos desde la abstracción. No hay nada menos artístico que el toreo. El toreo es burla, maltrato, violencia gratuita. Y los toreros son, mayoritariamente, tipos incultos y con cierta tendencia al analfabetismo funcional. Jesulín de Ubrique, Francisco Rivera, Ortega Cano o El Cordobés no tienen nada que aportar a la humanidad cada vez que abren la boca.

El toreo es machista, y, también, un exponente claro de las estructuras patriarcales de esa sociedad trasnochada tan pegada a los mitos y a la superstición. A la ignorancia. Hombres alzándose como héroes, demostrando virilidad, por matar públicamente mientras sus mujeres lloran, rosario en mano, y gritan ¡olés! desde las gradas. El complejo de la tonadillera y el torero. Hombres salpicados de sangre entre vítores y aplausos. Hombres y mujeres, burgueses despreocupados, que disfrutan del espectáculo de la muerte, con su cerveza en la mano, su pañoletita anudada al cuello, su foto de Instagram y el niño recién salido del colegio bilingüe en el asiento de al lado. Algo tan repugnante, patético, y digno de psiquiátrico que algún día aparecerá en los libros de historia como parte de la demencia de una humanidad destinada, inexorablemente, al fracaso.

El dinero de la tauromaquia es también un oscuro negocio que vive en parte de subvenciones que ellos mismos se empeñan en negar

El dinero de la tauromaquia es también un oscuro negocio que vive en parte de subvenciones –del Estado, las diputaciones, las comunidades y los ayuntamientos– que ellos mismos se empeñan en negar. Según donde una mire, las partidas destinadas al toreo cambian radicalmente. Sin embargo, la caída imparable de los festejos y el número de asistentes hace insostenible un negocio dominado por familias aristócratas muy apegadas al poder político. La Unión Europea ya se ha mostrado mayoritariamente en contra de seguir financiando la tauromaquia con la Política Agraria Común y en octubre de 2015 se aprobó por mayoría absoluta una enmienda  a los presupuestos de 2016 para evitar apoyar la cría de toros de lidia. Pero para que esta enmienda se haga factible todavía hay que cambiar las reglas de distribución del dinero de la PAC y… que las administraciones del Estado den un paso al frente como ya se hizo en Catalunya y en diferentes ciudades españolas. Hace falta salir más a la calle para presionar a los políticos. Hace falta gritar más: toros sí, pero vivos.

Durante un tiempo viví enfrente de la Plaza de Toros de Pontevedra, y la ventana de mi salón apuntaba directamente al ruedo. En el mes de agosto, cuando los festejos taurinos tocaron en mi ciudad, viví la pesadilla de escuchar de cerca los quejumbrosos gritos del animal. A pesar de cerrar las ventanas y bajar las persianas de mi casa, y de taparme los oídos con las manos, tuve que salir de casa, presa del pánico, para no escuchar aquello. Durante semanas tuve pesadillas escuchando los lamentos del toro debajo de mi ventana. 

Puedo imaginarme lo que sentirá el torero, pegado al animal. La respiración entrecortada, el calor que desprende el cuerpo sofocado, la angustia del ahogo, el sonido de la carne cortándose, la sangre brotando por todas partes. Puedo imaginar cómo verá el terror en los ojos de un animal que no entiende de tradiciones, buscando desesperadamente escapatoria, golpeándose, cayéndose, mientras es perseguido, masacrado, puteado hasta la saciedad.

Estúpidos y cobardes con la cartera llena y el cerebro vacío los que pagan para ver ese espectáculo. No sois personas. ¿Y vosotros me pedís que llore la muerte de un torero? Si fuese por mí, ese chico, de 29 años, estaría hoy besando a su mujer, trabajando en la obra o de cañas con los amigos. 

A pastar, que estáis más guapos.