La Castilla comunera tiene por enseña nacional no la rojigualda sino -de acuerdo con la tradición- el pendón morado de Bravo, Padilla y Maldonado, los líderes de la revuelta de las ciudades castellanas contra el emperador Carlos. Derrotados en Villalar (Valladolid) por las tropas realistas un 23 de abril de 1521, fueron decapitados al día siguiente en la plaza del pueblo. El color morado fue incorporado a la bandera de la Segunda República española -en la franja inferior- y, efectivamente, es el color corporativo de Podemos, que lo ha heredado de la izquierda castellanista, partidaria de que aquel país recupere las "libertades nacionales" perdidas en Villalar y se vincule libremente con el resto de pueblos del Estado español en un modelo de tipo plurinacional.

Los catalanes tuvieron un 1714 y los castellanos un 1521. Aquí se combatió contra el borbón Felipe V por las libertades propias y, al final, por las de "toda la España", y en Villalar se combatió para evitar lo que cuatro siglos después, Claudio Sánchez-Albornoz, historiador y ministro de la Segunda República y presidente en el exilio (1962-71) expresó con tanta concisión como profundidad: "Castilla hizo a España y España deshizo a Castilla". Pocas veces se ha señalado con tanta claridad la raíz el drama de España, un proyecto de nación que empezó a caminar en la historia con el alma castellana que venció en Villalar: la que, parafraseando a Antonio Machado, desprecia todo cuanto ignora, incluso su propia historia. Como en aquel famoso poema atribuido a Bertolt Brecht, primero cayeron los musulmanes, después los judíos, y acto seguido los comuneros. No cuesta mucho imaginar quiénes vinieron después...

Cuando Carlos de Gante, nieto de Isabel y Fernando, rey de Castilla y Aragón y después emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, el primero de los Áustrias hispánicos, juró las constituciones castellanas en las cortes de Valladolid en 1518 todavía no hablaba la lengua del país, lo cual fue uno de los factores que encendieron la revuelta de los comuneros. La pequeña y media burguesía, y las clases populares, vieron un extranjero que venía a saquear el país con su camarilla flamenca, y en un contexto -por otra parte común en toda Europa- en que el absolutismo real se afirmaba cada día más contra el pactismo de origen medieval. Una tendencia que, en Castilla, ya se había iniciado con la abuela materna de Carlos, Isabel la Católica. A Carlos le apoyaron la alta nobleza y algunos territorios periféricos, como Andalucía.

Dos siglos después, el ilustrado León de Arroyal vio en Villalar "el último suspiro de la libertad castellana". Los primeros liberales del XIX, los de la frustrada Constitución de Cádiz (1812), la Pepa, resucitaron e integraron en su imaginario "nacional" las figuras de Bravo, Padilla y Maldonado. El barcelonés Francesc Pi i Margall, presidente de la primera república española (1873), escribió: "Castilla fue la primera entre las naciones de España que perdió sus libertades". Pere Corominas, en Por Castilla adentro (1930) calificó el memorial de agravios que los líderes comuneros hicieron llegar al rey para evitar el desastre como "La más bella y libre constitución que nunca se haya dado la nación castellana". Cuatro siglos después, durante la guerra del 1936-39, el Batallón Comuneros de Castilla combatió con el pendón morado a las órdenes de la República y contra el fascismo.

Francesc Pi i Margall, presidente de la Primera República española (1873), escribió: "Castilla fue la primera entre las naciones de España que perdió sus libertades"

Con la dictadura de Franco, el castellanismo político quedó reducido a la más mínima expresión mientras, paradójicamente, la lengua castellana era elevada a la condición de "lengua del imperio" y herramienta de españolización y aniquilamiento del resto, singularmente, del catalán. Algunas entidades y centros culturales como la librería Villalar, en Valladolid, mantuvieron, sin embargo, la llama de la vieja reivindicación. En 1976, el mismo año del Onze de Setembre de Sant Boi, el primero semitolerado después de la muerte del dictador, se reunieron en Villalar unos centenares de nacionalistas castellanos, que pedían la autonomía. La Guardia Civil los disolvió. El nacionalismo castellano propugna la reunificación de la Castilla histórica, cuarteada en las comunidades autónomas de Cantabria, La Rioja, Castilla-León, Madrid y Castilla-la Mancha. La peor parte del pastel, como revelan estudios recientes como La España vacía, de Sergio del Molino, se la han llevado las dos Castillas por más estaciones del AVE que abran los gobiernos de Madrid en pueblos perdidos donde no baja ni sube casi nadie.

En 1983, el 23 de abril fue declarado festividad autonómica de Castilla-León -festividad "nacional", para los castellanistas-, y así figura en su Estatuto. José María Aznar, cuando accedió a la presidencia de la comunidad, desconcentró la celebración de la derrota comunera, que, progresivamente, fue quedando en manos de la izquierda radical. Castilla, decía Sánchez-Albornoz hizo España, y España la deshizo a ella. Desde Valladolid, Aznar puso en marcha primero la reconquista del PP y, después, de España. Desde Valladolid, Soraya Sáenz de Santamaría, la actual vicepresidenta del gobierno español, llegó a Madrid para asesorar al hoy presidente Mariano Rajoy, entonces vicepresidente de Aznar.

"Querido vicepresidente, en Castilla y León, el día 23 también defendemos la libertad". Este viernes, la vicepresidenta no se privó de envolverse con la bandera comunera para responder la vinculación que estableció Oriol Junqueras entre el patrón Sant Jordi y el compromiso adoptado por el Govern en pleno con el referéndum de autodeterminación. Soraya, la número 1 de la clase, siempre quiere tener la última palabra. Estuvo en el acto de apoyo a la diada del libro y de la rosa como Patrimonio Inmaterial de la Humanidad celebrado en el CaixaFòrum. Soraya, aprovechando la rendija abierta por los organizadores, quiso activar una patética Operación Sant Jordi, visto el fracaso redondo de la Operación Diálogo. Sólo la editora Isabel Martí plantó cara a la maniobra, hasta el punto de dimitir de su cargo directivo en la Associació d'Editors en Llengua Catalana.

¿Nos está diciendo Soraya que la Catalunya del siglo XX se tiene que resignar a ser políticamente decapitada como los comuneros de la Castilla del XVI?

¿De qué libertades habla Soraya? ¿Nos está diciendo la vicepresidenta del Gobierno español que la Catalunya del siglo XXI se tiene que resignar a ser políticamente decapitada como los comuneros de la Castilla del siglo XVI? ¿Que Catalunya, como aquella Castilla, también se tiene que deshacer, para que España se haga? ¿Que el hecho de que Catalunya no se haya deshecho es la única cosa que impide a España hacerse del todo, de una vez y para siempre?

El cinismo y la estulticia de que hace gala la, de facto, ministra para Catalunya en la gestión del procés parece no tener límites. La Soraya que viene regalando libros por Sant Jordi -La parte inventada, de Rodrigo Fresán- es la misma abogada del Estado, primera primera de su promoción, que, desde el 2014 ha capitaneado desde la Moncloa el proceso contra el procés sin ningún tipo de escrúpulo. La Soraya que predica el diálogo es la misma que ya ha conseguido en sumisos tribunales la inhabilitación de un president de la Generalitat, de dos conselleres y de un conseller por defender con las urnas en la calle las mismas libertades que defendían los comuneros. Es la misma Soraya que no hace prisioneros, y que tiene ahora en el punto de mira a todo el gobierno de Catalunya y a decenas de cargos públicos, a la presidenta de la Cámara catalana y dos miembros más de la Mesa porque quieren volver a poner las urnas o han permitido que la Cámara catalana vote.

Soraya: la autora intelectual del asedio judicial contra los líderes del independentismo catalán, viene por Sant Jordi dando lecciones de historia castellana, y de libertades. De las libertades pisadas, allí y aquí, sí. Soraya, la (falsa) comunera.