A raíz de las acciones de la Guardia Civil en Catalunya, y también de la prohibición de la celebración del acto en Madrid a favor del derecho a decidir, circula el relato, tanto entre algunos independentistas como entre algunos no independentistas de Catalunya y de España, que dice que el conflicto en torno al referéndum del 1 de octubre ya no va de lo que pasa en Catalunya, o de independencia sí o no, sino que es una cuestión de democracia (o de derechos fundamentales). El argumentario me sorprende. En primer lugar, porque ha sido a causa de las acciones del independentismo y de la amenaza de que supone para el statu quo que se han adoptado medidas que han hecho que muchas personas se cuestionen la calidad democrática del Estado español, tanto dentro como fuera de sus fronteras.

En segundo lugar, porque este argumentario sitúa la realidad política catalana, o el referéndum del 1 de octubre, como situaciones que, si bien no se oponen, no acaban de estar ligadas con la cuestión de la democracia y/o de los derechos civiles. Los ya no... y sino desconectan los registros de la Guardia Civil, o el veto de la Diputación de Zaragoza a la cumbre pro-referéndum organizada por Podemos, de la Operación Catalunya, de la marginación de los Mossos en la lucha antiterrorista —y del intento de desprestigiarlos a raíz de los atentados en Barcelona y Cambrils—, de la cancelación de la presentación de Victus d'Albert Sánchez Piñol en Utrecht hace tres años o de la escasa presencia de voces independentistas a los medios españoles. Como si estas acciones no formaran parte de un continuo que ha marcado las relaciones entre Catalunya y España, como mínimo, desde el desastre del Estatut.

El problema de este relato es que categoriza las opresiones no sólo de acuerdo con su contundencia, sino también en función de si se conciben como potencialmente perjudiciales al conjunto de la ciudadanía o sólo para una parte. Es un toque de alerta que, para conseguir la solidaridad del pueblo español o de los catalanes no independentistas, se tenga que desproveer a las personas oprimidas de las categorías que las diferencian del conjunto, sea la de independentista o sea la de catalán.

La cuestión independentista no se puede entender sin una concepción determinada del Estado español, que ha fundamentado la catalanofobia y que ha creado un modelo de España insostenible a nivel económico, cultural y social para muchos de sus habitantes

Aunque el Partido Popular es el responsable último de la vulneración de derechos que se está produciendo estos días, la cuestión independentista no se puede entender sin una concepción determinada del Estado español, y de lo que quiere decir ser español, que ha fundamentado la catalanofobia y que ha creado un modelo de España insostenible a nivel económico, cultural y social para muchos de sus habitantes.

La movilización en varios puntos del Estado a favor del derecho a decidir es encomiable y reconfortante. Si eso tiene que servir para celebrar el referéndum, bienvenida sea. Si también es útil para iniciar un proceso de reflexión sobre qué es e implica ser español y, en consecuencia, para repensar las relaciones entre los pueblos de España, adelante. Si se reconfigura España, perfecto. Precisamente, porque la cuestión va sobre Catalunya, siempre ha ido de democracia. No sólo va ahora, que es cuando una parte de España ha visto los colmillos a la bestia. Ha ido siempre. Porque hemos hablado y hablamos del ahogo de una nación, siempre hemos hablado de cómo hemos pensado España. Desde las carreteras radiales hasta la marginación del bable.

Pero si el debate político, sobre todo en España, se centra en el todo y se olvida de cómo se manifiesta diferenciadamente en cada parte —hasta el punto que se considera que aquella parte no los interpela— dudo que, si no lo gana el 1 de octubre o si finalmente no se vota, la represión que estamos viviendo estos días sirva para acabar con el conflicto derivado del (no) encaje de Catalunya dentro de España. Si alguna cosa desanima más que ver quién y cómo se preocupa de cuándo te aplastan, y quién aplaude la represión, es pensar que quizás las generaciones futuras también tendrán que hacer frente a esta situación.