Se ha consumado. La ruptura entre Junts pel Sí y las CUP se ha visto materializada en el simbólico y no menor hecho de que éstas hayan votado mantener la enmienda de retorno sobre los presupuestos que aquéllos llevaron al Parlament contra el parecer cupaire. Alguien podría añadir que se presagiaba el desenlace del pacto de estabilidad desde el mismo momento en que lo parieron con fórceps para simbolizar una incontestable mayoría parlamentaria independentista. Pero durante un tiempo flotó en el aire la esperanza sobre la capacidad del independentismo para sobrellevar las contradicciones ideológicas de sus defensores, y, más terrenal que eso, si estarían todos ellos en disposición de espíritu para olvidar sus mutuos recelos, reproches y resentimientos. De hecho, es este factor visceral, tan transversal a la naturaleza humana el que dice la leyenda que condujo a los fautores de la ANC a ocultar la identidad de los convocados hasta que ya el pastel estaba en fases avanzadas de cocina. Por algo sería.

Quizá la cuestión de confianza de Puigdemont sea el único gesto auténtico, también auténticamente rabioso, del presente político

Pero más allá de la náusea de la CUP por pactar con CDC, o de las tripas que hizo con el corazón ésta para sacrificar a Mas en el pacto con aquéllas; más allá de (si es sincera su vocación independentista) el pírrico beneficio que pueda haber extraído ERC de esta sangría en el procés; más allá de que entre el independentismo de izquierdas esté ganando el pulso ser de izquierdas sobre ser independentista con el ojo siempre puesto en el ascenso de la izquierda (no independentista) podemita; más allá del patético mal uso que los partidos no independentistas estén haciendo de estos errores de bulto; más allá de todo eso, que sólo es un pasar, está quedando una maltrecha imagen de lo que las instituciones políticas son capaces de hacer consigo mismas, con las normas y con la palabra dada en esta Catalunya con aparente vocación de seriedad.  Al final la delicada estabilidad del conjunto arranca del desprecio que todos han demostrado por el pilar fundamental de nuestro Estado moderno, la seguridad jurídica.

Un desprecio del que no se salva nadie, pues el usar las instituciones  de forma desviada parece patrimonio común: ¿por qué presenta el PP un recurso contra la admisión a trámite en la Junta de Portaveus del Parlament, de la declaración del 9-N? Por abuso de derecho, ya que lo que arguyó es que se tramitó sin estar constituido su grupo, lo que no se había producido precisamente para demorar el trámite. ¿Por qué lo hace Ciutadans,  sin interés legítimo, ya que su propio grupo ya se había constituido? Por aparecer en la foto, porque de fotos va todo lo que le hemos visto de mucho tiempo a esta parte ¿Por qué se queja de mala praxis el PSC en ese recurso? Porque ha olvidado que fue capaz de pactar con CiU en 2012 una ley ómnibus, parte de cuyo contenido (en concreto lo que se refiere al sobado y poco comprendido tema de ATLL) ahora queda estrecho a sus intereses y a la imagen que pretenda dar.

Pero es en el lado independentista donde  el tema de burlar la seguridad jurídica alegando razones superiores se lleva la palma escénica. Es cierto que los “pacta sunt servanda” en tanto “rebus sic stantibus”, es decir, que los pactos se han de cumplir en tanto las circunstancias no varíen, pero no es serio desdecirse de la palabra dada por un interés espurio, forzando la letra de la ley. La argumentación independentista a este respecto no es falaz, pero introduce un sofisma. No es falaz, pues es constatable la voluntad del aparato central del Estado de recentralizar (por motivos más o menos comprensibles) competencias que han estado de facto o de iure en manos de los gobiernos autonómicos. Pero es sofística, pues recrimina a partidos como la CUP rescindir unilateralmente pactos cuando eso es lo que justifica hacer respecto de España. ¿Quién tiene mayor razón o legitimidad para saltarse la ley? Así no un president sino dos han hablado de la legalidad española como un enemigo a abatir con la radicalidad democrática (como si aquella ley no hubiese sido hecha todo lo democráticamente que permite el sistema). Y hace poco escuchábamos a todo un vicepresident distinguir entre modos de desobedecer, el de los que van cada día un poquito (CUP) y el de quienes creen que hay que dar grandes pasos de vez en cuando (supongo que se refería a Junts pel Sí). Pues bien, eso mismo hace la CUP al decir que “no és això, companys, no és això” por lo que pactamos estabilidad.

Por todo ello, la situación kafkiana a que se ven sometidas las instituciones, que a su vez se contagia al conjunto de la economía y a la fiabilidad financiera de Catalunya hace difícil pensar no sólo un Estado catalán independiente europeo, sino ni siquiera una comunidad autónoma con el prestigio que se merece la mucha gente que en ella trabaja como si sus dirigentes y el coro mediático que los jalea estuvieran a su altura. Bien es verdad que esa misma gente peca de omisión al pensar que viviendo paralelamente a la política, como si de una nueva Italia se tratara, todo puede seguir siendo igual para siempre.

Adenda: mientras cierro este post, el president Puigdemont anuncia desde el Parlament su sometimiento a una cuestión de confianza en septiembre. Quizá sea el único gesto auténtico, también auténticamente rabioso, también cantadamente rabioso, del presente político.