Empieza el verano y con él las fiestas. La vida se llena de color y la gente sale a las calles a beberse el mundo. Y lo de beberse es literal. Ningún exceso es demasiado si es en verano. En la época estival el cuerpo alcanza un nivel de resistencia y un rendimiento propio de épocas pasadas, cuando las obligaciones aún quedaban lejos y la diversión era la prioridad absoluta.

A pesar del supuesto agnosticismo de muchos ciudadanos, la inmensa mayoría de las fiestas en España están regentadas por un santo o una virgen. Y por eso que beatificarlas, respetarlas, honrarlas. Las fiestas son sagradas. La Virgen del Carmen, San Roque, San Juan, el Apóstol Santiago o la Virgen de la Mercè, no obraron milagros para que nosotros, infieles, nos los pasemos a la fresca en un cómodo sofá. El verano está fuera.

Durante el verano las fiestas se convierten en obligación. Y no hay pueblo, ciudad o barrio que se resista a las fiestas. Los vecinos invierten tiempo y dinero en prepararlas. Las casas se airean y las familias se juntan como no lo hacían desde la cena de Nochebuena. La alegría se contagia y el cuñadismo gana adeptos. Empiezan a sonar orquestas y fuegos de artificio por todas partes, los pasacalles animan el despertar, las bandas municipales y las tunas sacan su mejor repertorio, los borrachos se acercan a pedir un baile. La agenda apremia y uno tiene que esforzarse para hilar la resaca con el siguiente festival.

En verano también se ponen de moda lugares insospechados que en invierno parecían grises y aburridos. Se levantan macrodiscotecas a pie de playa o de polígono, morada de chonis y canis que encuentran, en el verano y en los colores flúor, el sentido a su existencia. Surgen djs especializados en estilos latinos, suena música que incita al roce de los cuerpos sudados, y los ayuntamientos sacuden las arcas para que Paquirrín anime su verbena.

La noche de San Juan es la que da el pistoletazo de salida al verano. Y aunque la superstición no es una de mis debilidades, saltar la hoguera para dejar atrás lo malo y pedir lo nuevo (y bueno) es de las cosas que más gozo me causan con un par de cervezas encima. Comer sardinas y caminar descalza con el peligro de renovar –otra vez- la vacuna del tétanos, un vicio absoluto.

El verano es perder el miedo al ridículo. Son los besos con la música de fondo 

El verano es muchas cosas. Son los recuerdos felices de sol y playa. Es calle y terraza. Los niños gritando. Los niños molestando con la puta pelota. Los niños meando en el arcén en medio del atasco. Arriesgar la vida en una atracción de feria. Las tetas blancas otra vez por no hacer topless delante de los amigos. La tómbola del jamón y el peluche que un novio adolescente se afana en conseguir. Es volver a follar en el coche, o intentarlo al menos. Es la noche con estrellas. La arena en el calzado. Son las conversaciones interminables a la intemperie. Venirse arriba con los amigos sobre una tarima. Perder el miedo al ridículo. Son los besos con la música de fondo. Tirarse al suelo muerto de la risa. Es el viento en la cara y la falda corta. Es el coqueteo. Volver a ser un poco adolescente. Justificar una prórroga a los excesos “porque es verano”. Es el olor a salitre en la piel ajena. Es la vuelta a casa con la luz del día.

Coincido con mucha gente en que buena parte de sus recuerdos más sagrados se enmarcan en el escenario del verano. Amores y desamores fraguados bajo el toldo de una orquesta. Y, sin embargo, qué rápido se pasa. Por eso, ninguna música es demasiado mala ni ninguna verbena poco digna. Por eso y por mucho más, santifica las fiestas y goza del verano.