Hoy me han invitado a comer. Y el restaurante era antiguo. Muy antiguo.

Antigua la carta. Desordenada y caótica. Y larga, muy larga pero, a la vez, poco variada. Y todo eran platos pesados. Muuuy pesados. En medio del descontrol he conseguido encontrar dos ensaladas. Una ha resultado ser lechuga de bolsa con unos trozos de tomate (normalillos) y un poquito de atún. La otra eran unas alcachofas “confitadas” (de pote) con unas bolitas de mozzarella también de pote (increíble que en la época de las alcachofas, te las traigan como si no fuera la época). ¿Precio de cada ensalada? Quince euros. Qué morro!! Por este precio, como mínimo, allí tendría que haber habido una idea, una intención, un toque, alguna cosa... Eso sí, el tamaño era gigante. Una ensalada de aquellas podría haber sido, perfectamente, plato único.

Los segundos estaban todos pensados para alimentar a un grupo de mineros hambrientos. El entrecot de kilo, el filete con salsa, todo el pescado al horno con patatas (muchas patatas) o en suquet. Ningún plato “amable” y “relajado”. Nada a la plancha. Todo contundente.

Y los postres... ¡Dios mio! Para bajar todo aquello, lo más ligero era la piña natural. Y van y me traen un cuarto de piña. Y de una pieza gigante!!! Creo que tendré fibra hasta el día que me expongan en el tanatorio. Incluso el cortado ha venido en un vaso que en muchos sitios lo considerarían de café con leche.

Y ahora viene la primera reflexión. El restaurante tenía ocupadas sólo 3 mesas. Lógico. 1/ por oferta (la cocina moderna es ligera), 2/ por precio (la gente no se gasta 90 euros –sin vino, que bebimos agua- para comer dos personas una ensalada sin alma y un pescado al horno) y 3/ por cantidad (la gente por la tarde trabaja y no puede ir arrastrando una digestión de día de Sant Esteve).

Sin embargo, mientras intentaba digerir todo aquello, me ha venido a la cabeza una segunda reflexión. Esta semana ha sido noticia que el departament de Salut ha presentado el estudio “Acompanyar els àpats dels infants”. Así resumido, la cosa sería que los comedores escolares ahora ofrecen unos menús equilibrados y sanos, pero a veces los platos tienen demasiada cantidad de comida para el hambre de los chiquillos. A partir de ahora, ya no será obligatorio acabarse todo el contenido. Vaya, que los niños comerán por el hambre que tengan.

La medida evitará sobrepeso, trastornos alimenticios y, sobre todo, aquellos traumas que muchos chiquillos arrastran toda la vida porque durante años han tenido que acabarse platos que no se acababan nunca. Ahora sólo falta otra medida todavía de más sentido común y que evitará que los niños se dejen la comida: que les llenen el plato con la cantidad que pidan. En la escuela y en casa. Basta ya y para siempre de frases como: “Te pongo una cucharada más, que está muy bueno” o “va, un trocito más, que tienes que crecer”.