La película de estreno que tengo más ganas de ver —incluso más que la nueva versión de Blade Runner, que me han dicho que es buenísima— es Borg-McEnroe. La prensa inglesa no habla demasiado bien pero ya se sabe que la nostalgia puede ser un dulce incluso más tentador que el chocolate.

Björn Borg y John McEnroe me vuelven a los veranos de Sant Hilari, cuando no podía alzar ni una raqueta de tan pequeño como era. Si me pongo a recordar los partidos que jugué me veo entrando muy satisfecho en la sala de televisión del hostal Ripoll con el bastón que el abuelo me había hecho de camino hacia la Font Picant, a golpe de navaja.

Aquel bastón duró mucho. Al cabo del tiempo, cuando el abuelo ya estaba muerto, me maravillaba pensar que me hubiera parecido tan largo. Ni los zapatos ni la ropa me dieron a entender nunca de una manera tan cruda y tan precisa hasta qué punto el tamaño del cuerpo alimenta la imaginación de los niños.

Alguien me mandó callar y el abuelo hizo un gesto, como diciendo, "después te explicaré de qué va eso". El volumen de la televisión estaba alto. El sonido de la pelota y los gemidos de los jugadores reverberando contra el silencio de los espectadores me grabó la escena con tanta fuerza que si pudiera pasar el dedo ahora mismo todavía palparía la cicatriz que me ha dejado en la memoria.

La película gira en torno a la final de Wimbledon de 1980. La historia explota la rivalidad de los dos tenistas, que jugaron partidos dramáticos que no se acababan nunca. Mc Enroe siempre ha dicho que Borg es uno de los pocos compañeros del ramo con los cuales no se ha peleado nunca. Eso no quita que, en los diarios, no representaran dos estilos de genio y, en el fondo, dos mundos antitéticos.

Borg era un sueco pragmático y discreto, aparentemente banal e inofensivo como estas caras de famosos que Andy Warhol estampaba en los tarros de sopas Campbell. Mc Enroe era un quinqui iracundo de Nueva York —del barrio de Queens- que desafiaba la ufanía puritana y pacifista de la izquierda socialdemócrata europea y norteamericana.

Mc Enroe, que todavía es un señor proclive a enfadarse, ha dicho que se ve de lejos que los actores no han jugado al tenis en su vida. La crítica ha lamentado que la película desperdicie al actor que hace el papel del tenista norteamericano y dice que se centra demasiado en la lucha de Borg para conseguir focalizar la fuerza de las pasiones en el dominio de la técnica.

Hace cuatro años se estrenó un filme parecido, que ficcionaba la rivalidad entre Nikki Lauda y James Hunt, dos pilotos de fórmula 1 que protagonizaron duelos encarnizados en la segunda mitad de los años setenta. Hunt era un dandy inglés, alegre y seductor, que vomitaba antes de subir al coche y después conducía como un loco; Lauda era un austríaco disciplinado y cerebral que revolucionó la mecánica más que la conducción.

La contraposición entre el genio metódico y contenido, que lo filtra todo por la razón, y el genio expresivo y visceral, que fía el talento a la espontaneidad, es más vieja que el ir a pie. En Netflix se puede encontrar un documental de 2015, The best of enemies, que toca el mismo tema a partir de los debates televisivos que protagonizaron Gore Vidal y William F. Buckley.

No sé si el énfasis que el negocio audiovisual pone últimamente en este tipo de rivalidades tan épicas tiene que ver con la decadencia que los valores occidentales sufren en el mundo. El talento necesita competir con el talento para desarrollarse, pero los catalanes sabemos que el esfuerzo que pide toda ambición seria tiende a partir en dos al individuo, a veces hasta romperlo, cuando el contexto se vuelve demasiado sordo y adverso.

A mí, los biopics me gustan, sobre todo cuando ponen de manifiesto el sacrificio y la perseverancia creativa que hace falta para que una sola cosa salga bien. En una sociedad de gente que lo quiere todo y, además, lo quiere todo muy perfecto y sin sudar, este tipo de películas resultan pedagógicas, incluso si no tienen que pasar a la posteridad.