Es difícil volver al lugar del crimen. Y sin embargo, quizás no es posible no hacerlo. El próximo 16 de noviembre está anunciada la reapertura de la sala Bataclan de París, donde el pasado 13 de noviembre un comando de Daeix, el autollamado cínicamente, para vergüenza de todos los musulmanes de buena fe, "Estado Islámico", provocó una masacre indiscriminada y la muerte de noventa personas. Un espacio de música y, por lo tanto, de vida y de libertad, de baile y de joie de vivre que fue brutalmente ensangrentado por los emisarios de un terror que va más allá de aquel asesinato masivo y de todas aquellas muertes, y que nos amenaza a todos, absolutamente, por todas partes y siempre. Debe de ser difícil volver al lugar del crimen, ciertamente. Y sin embargo, quizás no es posible no hacerlo.

Pero se puede volver al lugar del crimen de muchas maneras. Y también a través de la palabra, que lo puede todo. También, aunque parezca una paradoja, para hacer, de la muerte, vida. O para encontrar los rastros de la muerte en la vida: en aquello en qué la ha convertido y en aquello que la vida, después de tanta muerte, puede seguir siendo, de otra manera, cuando se esfuerza por convivir con el recuerdo y por no sucumbir a la presencia inexorable del olvido, que sería, al fin y al cabo, la victoria póstuma del crimen, la muerte reduplicada.

Eso, a mi entender, es lo que sucede con un libro estremecedor que estos días llega a las librerías. Un libro de una valentía y una dignidad que horrorizan, que tiene, entre otros, el mérito indiscutible de volver al lugar y al tiempo del crimen para dejarnos, como un mensaje de una altura ética monumental, una lección de vida. Se trata de No tendréis mi odio (Península), de Antoine Leiris. Un libro, muy pequeño en extensión, sólo ciento diez páginas, pero de una magnitud moral casi inalcanzable. En Francia, claro está, ha sido un fenómeno editorial, y aquí empieza a conquistar corazones, inteligencias y voluntades. Debería ser lectura obligatoria para cualquiera que esté realmente preocupado por su salud ética y moral.

Cada vez estamos más excitables emocionalmente por ciertas noticias que nos llegan de todo el planeta, y eso nos hace, paradójicamente, menos sensibles y menos capaces de introducir la racionalidad

A menudo, la presión informativa provoca en nosotros un auténtico impacto emocional, demasiado a menudo, sin embargo, directamente proporcional a la rapidez vertiginosa con que olvidamos acontecimientos que, en el momento de su emergencia, nos golpean. Michel Lacroix ya diagnosticó, con mucho acierto, en su libro El culte a l'emoció (La Campana), que nuestra sociedad está fatalmente seducida por las emociones fuertes, de tal manera, sin embargo, que el hecho de que estemos cada vez más excitables emocionalmente por ciertas noticias que nos llegan de todo el planeta, nos hace al mismo tiempo, paradójicamente, menos sensibles y menos capaces de introducir la racionalidad en el análisis de nuestras vidas y de la relación que mantienen con ciertos acontecimientos que se van sustituyendo los unos a los otros al ritmo vertiginoso que marca la agenda informativa. Por ello, de vez en cuando, conviene dar un pequeño paso atrás y volver a aquellos acontecimientos que la voracidad comunicativa de nuestro mundo condena irremisiblemente a un pasado, aunque sea reciente, al que cuesta volver.

El libro de Leiris, en este sentido, es extraordinario. Ante una catástrofe como la de Bataclan, que nos golpeó por la magnitud cuantitativa y cualitativa del crimen, pero que, como tantos otros casos similares, corre el riesgo de quedar sepultado por el poder estadístico de los números, el libro introduce la historia personal, el carácter irrepetiblemente singular de cada vida y de cada muerte, para extraer, sin embargo, una lección moral fácilmente generalizable más allá de esta concreción. Leiris perdió a su esposa en aquel asesinato. Y el libro recorre, desde la hora cero, su experiencia de aquellos días trágicos. La desazón ante la noticia del atentado, la incertidumbre sobre el destino de Hélène Muyal-Leiris, su mujer ("un segundo que se alarga como un año"), la certeza de su muerte ("no hay suficiente con las palabras"), el dolor ante las dificultades para explicarlo a su hijo pequeño ("Melvil sólo dice tres palabras, pero lo entiende todo"), la certeza del drama ("no volveremos nunca a nuestra vida anterior"), el reconocimiento del cadáver, el retorno conmocionado a la vida, después de la muerte.

Leiris escribió, en caliente, una carta a los asesinos de Hélène que tuvo una difusión descomunal en las redes. Con palabras de urgencia, dijo lo esencial: "Somos dos, mi hijo y yo, pero somos más fuertes que todos los ejércitos del mundo. De hecho, no tengo tiempo para vosotros, tengo que dedicarme a Melvil, que se despierta de la siesta. Tiene tan solo diecisiete meses, merendará como cada día, y durante toda su vida este niño os hará la ofensa de ser feliz y libre. Porque no, tampoco conseguiréis su odio". Ahora, el libro, es como un eco de aquella misiva memorable, imposible de olvidar. Y es ahora, con una contundencia brutal ("no perdono nada, no olvido nada"), que nos recuerda que "la única cosa que cuenta es que ella ya no está". Y que, por lo tanto, "las armas, las balas, la violencia, todo no es más que el decorado de la escena".

Las palabras desde la vida son las únicas que pueden deshacer y contradecir la violencia nihilista de la muerte

Leiris no se contenta con "tener un culpable a mano, alguien a quien puedas dirigir tu rabia." No es fácil: al contrario, es más duro, porque "los que no tienen a nadie para reprobar están solos con su pena". Y es aquí donde nace su certeza, que da título al libro: "No construiremos una vida contra ellos". "No, no os obsequiaré odiándoos. Aunque lo habéis pretendido, responder al odio con la cólera sería ceder a la misma ignorancia que ha hecho de vosotros lo que sois. Queréis que tenga miedo, que mire a mis conciudadanos con desconfianza, que sacrifique mi libertad por la seguridad. Jugada perdida".

El filósofo Emmanuel Lévinas escribió, con unas palabras que precisamente Jacques Derrida le recordó en su oración fúnebre, que identificar la muerte con la nada es lo que querría al criminal. Y que, justamente, la auténtica lucha contra el crimen se juega en esta encrucijada. Leiris, desde la experiencia imposible de compartir, de su dolor, lo hace, en este libro inolvidable. En contra del asesinato y el crimen, no oponer el odio, sino, en un acto de una valentía impresionante, oponer las palabras. Las palabras desde la vida, las únicas que pueden deshacer y contradecir la violencia nihilista de la muerte.