El ministro de Justicia, Rafael Catalá Polo, es uno de estos políticos sin relieve que sirven de comodín para pronunciar cualquier discurso y que no sabes si cuando llegan a casa se quitan la corbata o duermen de pie. Eficiente y agradable con los periodistas, uno se lo imagina cenando muy temprano cada noche para levantarse bien al día siguiente o entrando cada día en la oficina con una sonrisa impertérrita y satisfecha de figurante de El show de Truman.

Nacido en Madrid en 1961, en una familia de clase media típica del desarrollismo, Catalá nunca creyó que llegaría a ser ministro, aunque, naturalmente, ahora está encantado de serlo. Su perfil tecnocrático y su pragmatismo de baja calidad son hijos de la huella que le dejó la sociedad de consumo franquista, o sea, la España impulsada por los economistas del Opus Dei y los intelectuales chusqueros, tipo Fernández de la Mora, que dieron cuerpo filosófico a la frase más famosa del Caudillo: "Haga como yo y no se meta usted en politica".

Así como es fácil saber que Montoro odia a los evasores fiscales, o que Soraya Sáenz de Santamaria se muere por ser presidenta del Gobierno español, de Catalá es difícil saber qué quiere y qué piensa en concreto, y esta es su virtud y su gracia. Algunos diarios creen que suavizará la vía judicial contra el independentismo, pero el ministro hará aquello que le ordenen, y esta impersonalidad, la naturalidad con la cual se sabe lavar las manos de las consecuencias de sus actos, es lo que explica que un hombre como él se haya convertido en ministro de Justicia en un momento como el actual.

A lo largo de su carrera, Catalá ha destacado por no dejar la más mínima huella personal en los cargos públicos que ha ejercido, que han sido muchos. Diarios afines al PP y gente que lo conoce del sector privado –principalmente de su paso por Codere, un gigante de la industria del juego– también lo describen como un hombre que "no se moja ni en la ducha", y que siempre pasa de perfil por todas partes. Gestor discreto, simpático y eficaz, se licenció en Derecho en 1985 y un año después entró en el Cuerpo Superior de Administradores Civiles del Estado en la posición 20 de los 30 aprobados.

Por currículum y carácter, Catalá está en las antípodas de su antecesor, Alberto Ruiz-Gallardón, un hombre de verbo fácil y ego inconmensurable, que desde joven se creía destinado a gobernar España. Antes de ser nombrado ministro, Catalá subió, uno por uno, todos los peldaños del escalafón funcionarial del Estado, durante 25 años de carrera. Para promocionarse, contó con la protección de dos políticos próximos a Mariano Rajoy; primero, de Francisco Villar García-Moreno, que fue jefe de gabinete del presidente; y después de la actual presidenta del Congreso, Ana Pastor, que está casada con uno de sus mejores amigos.

Catalán ha sido subdirector general de Ordenación y Política de Personal del Ministerio de Sanidad (1988-1992), director de relaciones laborales y de administración y servicios de Aena (1992-1996); director general de la Función Pública (1996-1999), director general de Personal y Servicios del Ministerio de Educación, Cultura y Deportes (1999-2000), subsecretario de Hacienda (2000-2002) y secretario de Estado de Justicia (2002-2004) y director gerente del Hospital Ramón y Cajal (2004-2005).

Especialista en encontrar agujeros en el entramado funcionarial del PP, durante los siete años de Zapatero se refugió en ESADE y en Codere, que tenía tratos con la asesoría de Cristóbal Montoro, Equipo Económico. Con la vuelta del PP a la Moncloa, en 2011 es nombrado secretario de Estado de Planificación e Infraestructuras, y después de Transportes y Vivienda, tambien a propuesta de Ana Pastor. La dimisión de Ruiz-Gallardón, que se había quedado solo defendiendo la ley del aborto después de caer en una delirante deriva ultraconservadora, le dio la oportunidad de su vida.

En septiembre de 2014, en uno de los momentos más bajos de Rajoy, Catalá fue nombrado ministro de Justicia, probablemente porque no había nadie más al alcance dispuesto a asumir la cartera a dos meses del 9N. La gente que tiene ideas propias también tiene una capacidad limitada para adaptarse o para entrar en contradicción. En cambio, Catalá ha dirigido el ministerio más combativo con el independentismo sin desgastarse lo más mínimo, aplicando hasta el final aquel dicho de Trias Fargas y otros catalanes del siglo XX según el cual, cuando los castellanos no te pueden fusilar, te llevan a los tribunales.

Nacido para obedecer sin hacerse preguntas, una vez renovado en el cargo se comprometió a liderar una "reforma integral" de la justicia. Como el traficante de drogas que pone un centro de desintoxicación en el mismo pueblo donde hace su negocio, después de politizar la justicia sin manías, ahora Catalá asegura que su ministerio llevará a cabo "la gran reforma estructural pendiente de nuestra democracia". También siguiendo los gestos de la Operación Diálogo, hace poco firmó un convenio con la Generalitat para que los colegios de abogados catalanes puedan hacer los exámenes de acceso a la profesión en su idioma.

Igual que el asesino perfecto, Catalá no deja huellas o si hace falta las borra. Su perfil anodino da a la Justicia española el aire fatalista que tienen las desgracias naturales inevitables. En un estado que no ha castigado nunca ningún malo de verdad eso es mejor que nada, especialmente ahora que se le ven todas las vergüenzas.