Si alguien todavía pensaba que la independencia de Catalunya nos saldría gratis, que sería una elegante controversia democrática entre personas bien educadas y civilizadas que toman el té, ayer pudo ver que no. España se irá de Catalunya, España perderá sin remedio su colonia catalana, pero calcula marcharse de aquí de la peor manera posible. Andando hacia atrás y vengativamente. España quiere imaginar que Catalunya es una propiedad que le pertenece, como lo fue el Sahara, como Perejil, y quien dice Pejeril dice una mina, un viñedo o un melonar. Que es una simple propiedad privada y no un país constituido, que es de los que vivimos aquí, la casa de los catalanes. El Estado español estaba dispuesto a tolerar, hipócritamente, las comunidades autónomas y el ejercicio de la democracia en Catalunya siempre y cuando los electores votaran lo que ellos habían decidido que debían votar. Tolera el independentismo y lo considera legítimo como opinión privada, como utopía irrealizable y estéril, mientras no ponga realmente en cuestión la unidad de España. Tanto da que el PSC se considere un partido nacional catalán cuando todo el mundo sabe que sólo son palabras y poco importa que el PNV, en Euskadi, sea una formación independentista mientras se mantenga como un mero estorbo latente y remoto, entretenido en la niebla.

Pero cuando el independentismo político catalán consigue ganar las elecciones y poner en práctica el programa de la soberanía nacional, exclusivamente de acuerdo con la voluntad soberana de los electores catalanes, la clase política española surgida de la Constitución de 1978, el PP, el PSOE y Ciudadanos responde con el proyecto de la supresión de nuestra pacífica y benéfica democracia, de nuestra todavía no nacida república. Tanto ellos como nosotros sabemos que no se saldrán con la suya y sólo queda por ver cuánto daño conseguirán hacernos, cuantas cabezas abrirán más con las porras, cuántas personas más serán privadas de libertad. España quiere marcharse de Catalunya como se marcha un orgulloso colonizador, como un imperio derrotado, como se fue Francia de Argelia, como se fue Gran Bretaña de Estados Unidos, sembrando el pánico, con el escarmiento de la tierra quemada, destruyendo todo lo que no pueda llevarse a la metrópoli. Pero, si nos damos cuenta, la situación del presidente Mariano Rajoy es, en realidad, desesperada, atrapado entre la opinión pública internacional y la espada de fuego del nacionalismo excluyente español de José María Aznar y del joven aprendiz de brujo, Albert Rivera. Pretende dar mucho miedo porque, de hecho, tiene las manos atadas por la economía y por la inoperancia crónica del Estado que dice gobernar. Alguien le habrá recordado que los catalanes tienen fama de miedosos, de gente poco amiga de conflictos que se asusta con mucha facilidad y se deja fácilmente robar la cartera. Efectivamente, somos un pueblo que tiene mucho que perder para conseguir la independencia. Y, claro que tenemos miedo, que sufrimos por nuestras familias, por nuestros amigos, por nuestras propiedades, por nuestros proyectos vitales. Pero del mismo modo que los cansados hacen su trabajo los miedosos se convierten en valientes cuando se les obliga. Si no tuviéramos miedo seríamos, simplemente, un pueblo de locos temerarios, y no de héroes pacíficos y vulgares, no de los que salen en las historias épicas de Hollywood sino de los que miran simplemente llevar bien abrochados pantalones y faldas, de los que tenemos ansia de libertad.

La prueba será dura y sólo un error de los independentistas puede dar la victoria a España. Sólo si los soberanistas se dejan intimidar y experimentan un ataque de pánico colectivo, el Gobierno de Su Majestad Católica Felipe VI tiene alguna remota posibilidad de éxito. El presidente Puigdemont sabe que, de acuerdo con la política internacional, no es lo mismo que Catalunya declare la independencia sin buscar acuerdos y pactos previos que hacerlo como una medida defensiva para proteger a nuestro autogobierno y a nuestra democracia. Puigdemont declarará formalmente la independencia cuando sea el momento, probablemente la próxima semana, y por este motivo, es necesario que todo el independentismo confíe en él y le apoye, sin iniciativas espontáneas ni ocurrencias de última hora. Gracias a la acción política combinada del PDeCat, ERC y la CUP, gracias al activismo popular de la ANC y de Òmnium Cultural, la independencia de Catalunya es una realidad factible, está muy cerca, está al alcance de las manos, por primera vez en la historia. Ni Pau Claris ni Francesc Macià ni Lluís Companys lo habían tenido tan cerca. Ahora sólo consiste en no estropearlo.

(Continuará)