El Parlament tuvo hace unos días un comportamiento inusual: aprobó un informe que no lo era (porque tenía contenido de resolución) y que había sido emitido por una comisión carente de cobertura estatutaria. Empecemos por esto último: ninguna entidad subestatal, ni siquiera un Estado federado, incluso ningún Estado independiente puede contemplar en su norma regulatoria, llámese Estatut o Constitución, la posibilidad de crear una comisión sobre el proceso constituyente. Tal comisión y tal proceso implican la negación del ente político que las crea. De hecho en el propio informe que fue aprobado el Parlament tuvo la ocurrencia de aceptar que del proceso naciera una Asamblea constituyente que, por su propia naturaleza pero contra la esencia soberana de la cámara legislativa, “no esté sometida a nada ni a nadie”. Un primer hecho inédito y en cierto modo inasumible.

El segundo dato sorprendente es el informe en sí. El Parlament dice sí al informe como si fuera soberano y no respondiera a ninguna consigna constitucional, pero ha dicho luego, en boca de varios de sus protagonistas, que está sometido a la voluntad popular expresada en las elecciones autonómicas (lo que es estructuralmente un error si el Parlamento es soberano), y además lo que aprueba es la idoneidad de un proceso que conduce a su propia muerte, ya que la asamblea constituyente no le deberá fidelidad. Si a algo se parece, pues, la aprobación del informe que insta al Govern a proceder a la independencia es sin duda al tan denostado proceso de la transición española, donde la expresión “de la ley a la ley” quiso salvar el hecho cierto de que la Constitución se asienta sobre una norma que subvirtió el régimen franquista, pero no quiso romper con él.

Ahora tampoco parece quererse romper nada aunque se quiera romper todo; ahora ese informe recoge lo que, lo siento Honorables Munté i Mundó, no son meras opiniones parlamentarias. El informe se dice así, pero opera al modo de las resoluciones, que conminan al gobierno a actuar, o comprometen a su propio emisor en una determinada línea, en este caso, la línea de ir poco a poco bordeando la ruptura, hasta el momento final. Así pues, igual que las urnas del 9-N eran de cartón y el plebiscito del 27-S se contó en escaños y no en votos porque estos últimos no sumaban mayoría, ahora nos encontramos ante un informe que esconde mandatos para poder argüir ante el Tribunal Constitucional que lo que se ha hecho no es otra cosa que una declaración. Pero el informe no es declarativo.

En el fondo a todo eso se le llama de otro modo. Es cobardía. La cobardía de quien desconoce si suma las voluntades suficientes para avanzar

En el fondo a todo eso se le llama de otro modo. Es cobardía. La cobardía de quien desconoce si suma las voluntades suficientes para avanzar, la cobardía de quien no sabe cómo actuar porque desconoce si el número de personas dispuestas a perderlo todo (y digo “todo” como metáfora de lo que a cada cual más importe: la vida, la bolsa, la plaza de funcionario, el prestigio profesional) será suficiente como para que el Estado no pueda meterlos a todos en la cárcel. Pero es una cobardía osada, porque quienes la protagonizan son conscientes de que el Estado también está siendo cobarde al no asumir la posibilidad de tantear la voluntad de un rincón de España de seguir siendo parte de ella; como es cobarde al esconder tras las togas judiciales lo que claramente son necesidades de empatía, reconducción de sentimientos, largas tardes de mesas sectoriales, globales, o como sean, de las que levantarse con acuerdos, transacciones y propósitos de enmienda. 

El Estado es cobarde al esconder tras las togas judiciales lo que claramente son necesidades de empatía, de reconducción de sentimientos

Hay cobardía y hay soberbia, hay sordera y hay mucha ira guardada; hay envidia no digerida y hay pereza, tanta como para imposibilitar reconocer lo estúpido de la siguiente frase: “nada hay por encima de la voluntad popular”. La pereza de quien es incapaz de mirar atrás en la historia y darse cuenta de que la voluntad popular puede ser manifestación de malestares que luego las normas deban mitigar, pero nunca puede ser sustitutivo de éstas. Porque cuando lo han sido, cuando las normas han estado por debajo de la marea humana, ésta ha linchado al delincuente, ha sometido a ostracismo al disidente, ha aniquilado a la minoría. Nuestra frágil conquista, el Estado de Derecho, es siempre susceptible de enjuiciamiento, pero no por la voluntad popular, sino por ésta canalizada a través de su representación. Quizás por ello se queja el PDC de carecer de grupo parlamentario; miopía del Estado al permitir a C’s negárselo; miopía del PDC al creer que sería gratis decir que están en el Congreso para despedirse. Todos ellos habrán de pagar, y con ellos lo pagaremos el resto, incluidos los que ríen por el desaguisado, el carísimo precio de la inconsecuencia.