Nos acercamos a un final de régimen. En esta vida todo lo que nace acaba muriendo. Sobre todo si no se hace nada para evitarlo. El régimen político empezado con la Transición –de la que ahora es muy fácil renegar- ha durado demasiado. De hecho, desde la turnancia, es decir, desde la llegada del PP al poder en 1996, y muy especialmente en el 2000 con su desvergonzada mayoría absoluta, la Transición como tal llegó a la estación terminis.

Empezó una etapa de regresión, tanto legislativa, como política, como mental. Con la excusa del terrorismo, el exorcismo sin complejos de la disidencia fue el Norte de cierta forma de interpretar la política. Sólo hay que recordar las mentiras sobre el 11-M y las esperpénticas sesiones televisivas entre el 11 y 13 de marzo de 2014 dispensadas por el apaleado gobierno de Aznar.

El paréntesis del zapaterismo, que a partir de 2010 se comportó como un pollo sin cabeza, fijó las bases para una exitosa operación de la derecha más derechista –la derecha extrema- con una mayoría absolutísima, que se dedicó a copar todos los resortes del poder y a aniquilar a los oponentes, fueran del tipo que fueran. Pero con esta ocupación de todos los espacios de poder no inventarió, por miopía política, cultural y emocional, un reducto, Catalunya, donde el mismo PP había contribuido con un éxito extraordinario –no deseado, pero éxito al fin y al cabo- a crear una desafección nunca conocida por su alcance y generalización con respecto a España. Bien entendido: no nació un sentimiento de anti-España, sino un sentimiento, que no para de crecer, de un corte emocional con España. O lo que es lo mismo: el independentismo sustituyó al nacionalismo, con un apoyo transversal, político, social e intergeneracional nunca visto con anterioridad.

No nació un sentimiento de anti-España, sino un sentimiento, que no para de crecer, de un corte emocional con España

Si a eso añadimos la involución de derechos en educación, orden público, paro, libertades, corrupción (que ha llegado hasta la Casa Real, con cambio del jefe del Estado incluido) ...el colapso está servido. No se producirá mañana, pero está servido. El PP ha creado el clima necesario, al que ha añadido dos elementos más.

Por una parte, se proclama como máxima un inmovilismo, de hecho, suicida, psicológicamente similar al del tardofranquismo. De la otra, este inmovilismo se contagia a un PSOE en una situación de precariedad extrema, que autoinmolándose, corre a apuntalar el régimen a un precio que todavía no ha pagado y que le puede costar la ruina. Dicho de otra manera, hoy la onda de fondo de la política española es no tocar nada. Por no tocar ni se tocan los presupuestos, dado que pueden ser prorrogados sin ningún problema. Tampoco se toca ninguna otra pieza del sistema, por carcomida e inservible que se presente.

El día que este inmovilismo quedó entronizado fue el 8 de abril de 2004. Fue el día que el Congreso de los Diputados rechazó admitir a trámite la triple propuesta del Parlament de Catalunya de llevar a cabo un referéndum pactado con el Estado. La Guardia de Corps popular-socialista (y algún voluntario de quien nadie se acuerda), muy convencida de lo que entiende por fuerza constitucional, cerró a cal y canto el camino para un cambio sustancial de régimen, en especial en sus usos y fundamentos. Que el sistema haya envejecido mal y no responda a los retos actuales es algo irrelevante para los campeones del nada a tocar.

Un buen gobernante lo primero que debe procurar es el bienestar de sus conciudadanos, a quién se debe y de quién proviene. Como se ha mencionado sobradamente, el Estado del bienestar –incipiente comparativamente- ya ha pasado entre nosotros a mejor vida. Ahora estamos instalados en el Estado del malestar. Lo grave es que, nos refiramos al problema que nos queramos referir, el sistema, el régimen, no da salida alguna. No hay respuestas a nada: desde Catalunya a los refugiados, pasando por el paro o la busqueda forjadora de un futuro mejor, sin contar con la degradación de la vida política a la que los corruptos sistémicos han llevado el país.

En este contexto proclamar un día sí y otro también el vigor del sistema, la vigencia omnímoda de la ley y el funcionamiento impecable del Estado de derecho no pasa de ser un cuento de policías y ladrones malo. Se saca pecho para lucir un brillo y solidez de cartón-piedra. En vez de ponerse manos a la obra y solucionar la multitud de problemas basales que presenta la política española, se quiere hacer gala de imperturbabilidad, propia del dontancredismo y no del liderazgo político. En una palabra: se quiere mostrar un sistema de fuerza formidable e inexpugnable.

Sansón, aunque ciego, fue fuerte hasta el final. Y ya sabemos con qué resultado.